29. El edificio rojo.

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El psicópata que me ha traído a este lugar ha atado mi cuerpo en una silla. La cuerda que me sostiene pasa por mi abdomen, sujeta mis muñecas e inmoviliza por completo mis pies. Ante cualquier intento que haga por zafarme, lo único que conseguiré será caer de boca al suelo y quizás romperme unos cuantos dientes. Está de más decir que, obviamente, no me han quitado esta estúpida venda de los ojos. 

Ya he perdido la cuenta de cuanto rato he estado aquí; siento como si hubieran pasado veinte horas, pero probablemente sólo fueron unos cuantos minutos. No he escuchado nada desde que llegué, y, al igual que a Damián, la fricción de la cuerda con mi piel ha comenzado a dañarme, así que intento mantener la calma. Intento respirar, no mover mi cuerpo y olvidar por completo que me estoy aguantando unas ganas insoportables de ir al baño. 

Ya he comenzado a sudar todo el líquido que habita mi cuerpo y mi boca se siente tan seca que necesitaría unos tres litros de agua antes de volver a la normalidad. Puedo notar que, por debajo de la venda que cubre mis ojos, luces rojas intentan ingresar por los pequeños recovecos que la tela no logra tapar. 

De repente puedo sentir los pasos acercándose a la habitación. Son bruscos y fuertes como si alguien estuviera molesto con la vida, y la manera en la que la puerta se abre de repente hace que yo no pueda hacer otra cosa que dar un enorme respingo en mi lugar. 

Mis manos comienzan a sudar con desesperación al sentir los pasos que se aproximan, pero lo hacen aún más cuando siento cómo la persona que está allí, quien quiera que sea, comienza a deslizar sus manos por mis hombros. Las yemas de sus dedos recorren cada rincón de mi cuello y luego siguen por mis mejillas, haciendo que el miedo se apodere de mí. 

Mi respiración se ha vuelto agitada de repente sin que yo sea capaz de detenerlo. Las lágrimas que se habían detenido de manera tan momentánea ahora amenazan con volver a saludarme, así que me muerdo el labio con fuerza en un intento por drenar toda esa energía depresiva que está haciendo que me descojone del miedo.

— ¿Qué mierda haces?— una voz se escucha a lo lejos. Asumo, que desde la puerta del lugar. Una sensación de alivio se apodera de mi cuerpo y todo ese aire que había tenido retenido logra salir. 

La persona que hace unos instantes atrás me estaba tocando sin permiso ni descaro alguno, ahora está haciendo lo posible por sacarme aquella venda de los ojos. 

— No empieces con tus mierdas raras— le pide el recién llegado. Cuando mis ojos terminan de descubrirse, tardo unos cuantos segundos en adaptarme a esa luz roja que parece apoderarse de la habitación y el edificio completo, pues el pasillo que se deja ver al otro lado de la puerta está cubierto del mismo tono cereza. 

La persona que se encuentra en la puerta evitando que ocurra lo impensado es uno de los chicos que venía en el auto con nosotros; un muchacho de cabellera rubia hasta los hombros y de numerosos tatuajes en sus brazos. Él da un paso al frente y, de repente, mi rostro también se gira para observar a quien sea que este allí abusando de una confianza que nadie le ha otorgado. 

Mi corazón entonces parece convertirse en hielo y todo en mi cuerpo parece haberse detenido. Mis ojos se abren como dos enormes platos y si antes tenía miedo, ahora estoy a punto de cagarme encima. 

— Travis...— suelto en un murmuro casi incontenible. Él ni siquiera tiene la decencia de observarme; clava la mirada en el rubio y sale disparado de la habitación sin decir una palabra. 

Toda esa tranquilidad que había logrado conseguir gracias a varios minutos de meditación se ve esfumada por lo que acaba de suceder; de repente, no quiero ni siquiera pensar en lo que hubiera pasado si el rubio no se hubiera aparecido por la puerta.

Volviendo a tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora