Revoloteo de hadas

726 62 166
                                    

El preludio de la tormenta

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

El preludio de la tormenta.

Eso fue lo que pensé al llegar a mi ciudad natal porque el ambiente dentro del palacio era muy diferente a la fiesta que se vivía en las calles de Syrindel. Las sonrisas y las palabras de felicitación del Consejo y de los nobles que hicieron acto de presencia fueron guiones estudiados con cuidado; nada fuera de lugar. Incluso los sirvientes parecían moverse con mesura y eso solo podía significar una cosa: que la conspiración había llegado a un punto de no retorno en mi ausencia.

Pero así como las cosas habían cambiado en mis tierras, yo también lo había hecho.

El hombre maldito que dejó Syrindel, el Príncipe de la Máscara, había regresado como Bleddyn Connell, príncipe heredero de Myridia; y daría todo de mí mismo para convertirme en un rey digno para mi gente y cumplir con la misión que Athor me asignó.

Con la mano puesta en las fauces de mi compañera sagrada, caminé al gran ventanal de mi habitación e incliné la cabeza hacia ese sol que empezaba a descender; porque aun cuando la diosa de la naturaleza y la belleza no estaba frente a mí, ella nunca me abandonaba.

―Humildemente, pido su protección y guía en esta nueva batalla, mi señora. ―El calor que Reilyner desprendió me hizo sonreír: la deidad me había escuchado y me daba su bendición―. Siendo así, debemos iniciar cuanto antes.

Un par de toques llamaron mi atención. Al oír el anuncio, las puertas blancas que exhibían detalles dorados se abrieron y pronto la figura de mi madre sumó belleza y elegancia a la estancia. Su cabello ondulado, que no era ni rubio ni tan cobrizo como el mío, caía por su espalda como si de un manto se tratase. Pasó por un lado de los sillones tapizados de verde hasta llegar a la mesa circular, donde dejó la bandeja que había estado cargando. Solo entonces sus ojos cafés me regalaron la misma alegría húmeda con la que me recibió un par de horas atrás.

―Oh, querido. ―Pareció flotar por la sala hasta posar las manos en mis mejillas―. Si no fuera mal visto, haría esto en todo momento.

―No creo que nadie se atreva a reprender a la reina, más cuando llevaba tantos años sin ver la cara de su hijo.

Sus labios se extendieron.

―Es que... Dioses, aun no puedo asimilar que el rostro infantil de mis memorias se haya transformado en este hombre apuesto. ―Juntó su frente con la mía al tiempo que una lágrima se deslizaba por su piel―. Te crié yo misma, te vi crecer, pero siento que me perdí de algo importante.

La comprendía, porque era la misma sensación que me abordaba cada vez que me miraba en algún espejo. Me tocaba los pómulos, trazaba las cejas gruesas, el puente recto de mi nariz y hasta la cicatriz que lo inició todo, sin poder creer que ese rostro me pertenecía. Que en verdad era libre del metal dorado que por tantos años me cubrió.

―Bueno, ya basta. ―Limpió los rastros salados y volvió a su porte distinguido―. Dejaremos la emotividad para cuando me cuentes la historia completa de la máscara.

La princesa del AlbaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora