Después de ser acechado por enemigos durante toda mi vida, aprendí una importante lección: los más peligrosos siempre se ocultaban detrás de caretas inofensivas. Sabían qué palabras usar, cómo expresarse y sus rostros proyectaban un aura sincera que lograba distraer las miradas mientras ejecutaban sus jugarretas.
Eran movimientos tan minuciosos y limpios que no dejaban ni una prueba; por eso, en un juego tan peligroso donde nos debatíamos el poder y la vida, tener información de todos era crucial. Esa había sido la única forma de mantenerme en pie todos esos años; aunque debía darles crédito, porque se habían vuelto creativos con el pasar del tiempo.
En el interior de la caja ornamentada que estaba sobre la cómoda, encontré un fino aro de oro con zafiros incrustados en él; todo se debía al poder contenido en esa corona y harían lo que fuera necesario para obtenerlo, incluso aliarse con el enemigo para borrar a los Connell del mapa.
Eso era lo que tenía que sacar a la luz antes de que fuera demasiado tarde.
Al posar la corona sobre mi cabeza, los colgantes de cuentas doradas se mezclaron con mi cabello en los laterales. Acomodé el medallón que sostenía la capa azul oscuro que contrastaba con el traje celeste; hice lo mismo con los tres anillos en mi derecha, los dos de la izquierda, y con las seis argollas que siempre adornaban mis orejas como representación de los dioses de Aisling.
Por último, até el cascabel que me recordaba a mi Diosa en la muñeca derecha y me miré al espejo: estaba preparado para actuar en esa pantomima de victoria con tal de obtener lo que quería.
―Alteza, el conde de Terfyn desea verlo ―anunciaron desde la antesala.
Meneé la cabeza; que usaran su título debió ser una estocada a su pecho.
Tras dar mi consentimiento, Rhys ingresó en mi habitación privada a paso ligero; sin embargo, una mueca de desagrado había tomado el lugar de su habitual jovialidad. Curvé mis labios en burla y señalé de arriba abajo los ropajes elegantes en verde y plateado que llevaba: un digno representante de su condado
―Veo que se ha vestido para la ocasión, señor de Terfyn.
―Y yo veo que usted, alteza, ha tenido que tomar un té muy amargo ―apuntó con el pulgar la olvidada tetera sobre la mesa circular, que mi madre envió temprano. Sus labios se estiraron con socarronería y se cruzó de brazos―. Ahora sí debes estar deseando que te lo prepare yo.
Resoplé; odiaba que tuviera razón.
―Pareces agotado ―le dije y volví a mirarme al espejo.
Sin vergüenza alguna, se dejó caer en la cama con los brazos abiertos.
―Después de todo lo que pasó en Lyriamir, merezco veinticuatro horas seguidas de sueño; no andar sonriendo a los nobles en una fiesta de mañana.
―Pensé que lo verías como una oportunidad excelente para socializar y brillar, justo como te gusta.
―Sondear el terreno, querrás decir. ―Fue su turno de bufar y se apoyó en los codos para verme―. Siendo tú y Owen tan parcos con las palabras, al punto de ser exasperantes, yo seré el blanco de los curiosos.
ESTÁS LEYENDO
La princesa del Alba
FantasyEl preludio de la tormenta. Ese fue el presentimiento que tuve al llegar a mi ciudad natal después de tantos meses. Las intrigas han cobrado fuerza y la sombra de la guerra se cierne cada vez más sobre mi nación. Pero así como todo parece haber cam...