Destino

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Sentado entre los doseles claros y azules, mantenía los ojos cerrados

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Sentado entre los doseles claros y azules, mantenía los ojos cerrados. La canción de los tambores retumbaba en mi pecho como un palpitar, rítmico, vibrante, embriagador; me transportaba a través del tiempo, a cada caída que por poco acabó conmigo, a cada vez que me levanté para desafiar y pelear por lo que por derecho era mío. Toda esa historia que se fundía con el ritmo constante, formaba parte de lo que había sido y de lo que sería a partir de ese punto.

Abrí los ojos justo cuando la melodía se detuvo con un poderoso golpe. Poco a poco me levanté, escuchando el frote de la túnica que me cubría hasta alcanzar el suelo. No era celeste; ese color ya no me pertenecía, sino el azul profundo que se asemejaba al reflejo del zafiro que portaba en el anular derecho.

Las manos expertas de mi séquito procedieron a ajustar cada detalle y estiraron las largas mangas doradas, asegurándose de que no hubiera imperfecciones. Los tambores volvieron a retumbar con ímpetu renovado; en ese momento los doseles se abrieron y permitieron que la luz de la mañana bañara el interior de la tienda. Los sirvientes obedecieron la señal y se apartaron, menos Sywell que fue el responsable de guiarme hasta el pasaje delimitado por pétalos amarillos por el cual debía transitar. Ese color que simbolizaba la buena fortuna, la gloria y la esperanza, era el que me conducía al altar que solo en sueños había alcanzado.

Tomé una inspiración profunda, dejando que el aroma de la resina de los pinos que nos rodeaban y del musgo ingresara en mi pecho. Entonces avancé y mientras lo hacía, podía sentir en la piel las miradas de quienes se habían reunido en ese bosque para atestiguar el momento. Alcé la comisura sin poder evitarlo; que evaluaran lo que quisieran, nada de eso me llenaría de dudas ni me desviarían del objetivo. Todo lo contrario, no hacían más que alimentar la llama que ardía en todo guerrero.

La expectativa ante una nueva batalla.

Seguí avanzando sin prisas y al comenzar el ascenso por los escalones mis latidos, tan briosos como los propios tambores, fueron mezclándose con los cánticos ancestrales que provenían de la cima del altar. Eran las sacerdotisas quienes los entonaban y me dieron la bienvenida, alzando al cielo los tesoros sagrados que custodiaban.

Me arrodillé en el centro del hexagrama y cerré los ojos, aún así, podía percibir a las doncellas de blanco moverse a mí alrededor para dejar uno a uno los objetos que representaban a los dioses de Aisling. El recuerdo de la ceremonia de Aodhan me permitió visualizarlos:  a mi derecha estaban la balanza de Klauth y la corona de flores de Nym; a la izquierda el martillo de Ashyr y el cetro de oro de Sythor; al norte apuntaba la máscara de mi señora Athor y al sur la flor de loto de cristal que representaba a Lea. Seis objetos en total que todo Aisling veneraba, pero que deberían ser siete y estaba convencido de que seríamos siete los que dibujariamos la verdadera estrella al final.

El sonido de una cadena llegó hasta mis oídos, oscilaba de un lado a otro, mientras que la fragancia amaderada y picosa se entrelazaba con el aire que me rodeaba. Los cánticos continuaron,  fueron cerrándose sobre mí y a pesar de no comprenderlos, cada palabra lograba estremecerme. Desnudaban el alma, la limpiaban y la preparaban para recibir el gran honor de los dioses.

La princesa del AlbaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora