Fuego del cambio 1/2

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No podía ver a las personas desde el interior del carruaje, pero escuchaba sus voces

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No podía ver a las personas desde el interior del carruaje, pero escuchaba sus voces. El ambiente festivo y el júbilo fluían por las calles de Syrindel, como llamas que se congregarían en la plaza central para alimentar a la gran fogata que ardería dentro de poco.

Con ello daría comienzo la cuenta regresiva.

―¿Nervioso? ―la pregunta de mi padre serpenteó en la parcial oscuridad.

De brazos cruzados, iba sentado junto a mi madre. Ambos mostraban rostros casi imperturbables de no ser por la preocupación que lograba filtrarse a través de sus máscaras.

―Estar nervioso no es un lujo que pueda darme cuando hay tanto en juego.

―El general Loyd nos aseguró que han hecho su parte; nos toca hacer la nuestra.

Elevé un poco la cortina; rostros y luces aparecieron a través del cristal. Cada uno tendría un papel que desempeñar esa noche y el nuestro sería el del buen cortesano que haría confiarse a nuestros enemigos y que llevaran a cabo su plan. Ese era el motivo por el cual ambos llevábamos corazas metálicas ocultas entre nuestras ropas; porque durante toda la noche nos pasearíamos con la intención de tentar para que los Agelys tuvieran una buena pesca.

―Así será ―respondí cuando devolví la mirada a ellos.

Entre los tres se asentó un silencio pesado que se mantuvo hasta que la mano delicada de mi madre tomó la mía.

―No importan las críticas que lluevan en la corte, la simpatía del pueblo estará con nosotros. Contigo, hijo mío. Así que no debes preocuparte.

―Y será por pocos días ―completó mi padre―. Al revelar las presas que recogeremos esta noche, las alianzas se volverán nada.

«Porque tratarán de salvarse a sí mismos», completé para mis adentros. La conspiración por fin quedaría al descubierto; no habría manera de negarla y los que tenían batuta, como el gran duque de Gorobell, renegarían de aquellos que cayeran en nuestra trampa. Ocultarían todo cuanto los relacionara con ellos; sin embargo, las dudas quedarían y la sociedad los excluiría por temor.

Después de todo, la pena por traición era la muerte y no nos temblaría el pulso al dictar la sentencia sobre aquellos que habían vendido a su nación.

Apreté la empuñadura de Reilyner y bajé la cabeza ante mis reyes.

―Confío en mi gente, en ustedes y en mí mismo: esta noche daré un paso más hacia mi futuro como rey.

Los dedos de mi madre se aferraron con más fuerza y en sus labios apareció una sonrisa que no solo me transmitió conforte; también el arrojo que me había inculcado con cada palabra y gesto desde que tenía memoria.

Luego de eso me dediqué a escuchar la algarabía afuera; se hacía cada vez más fuerte a medida que nos acercabamos al destino, aunque no fue lo único que aumentó. El calor que desprendía mi compañera también se hizo presente: mi señora Athor estaba de mi lado.

La princesa del AlbaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora