Fisuras

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El aguijón de la traición dependía de los lazos que unían a las personas; mientras más fuertes eran, más ponzoñoso se volvía y podía llegar a envenenar conciencias

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El aguijón de la traición dependía de los lazos que unían a las personas; mientras más fuertes eran, más ponzoñoso se volvía y podía llegar a envenenar conciencias. Por eso me había cuidado las espaldas todos esos años; pero siempre había personas que lograban traspasar las barreras, ya fuera por brindar compresión en un momento difícil o una espalda en la cual apoyarse al luchar. Fue así que se forjó un círculo de lealtad inquebrantable.

O eso creí.

Incontables veces me desperté durante la noche y miré mis manos temblorosas que en sueños estuvieron manchadas con la sangre de un amigo, mientras sus ojos sin vida me cuestionaban la razón. Esa pesadilla me acompañó incluso despierto porque sabía que, en algún momento, tendría que hacerla realidad y el filo de mi espada no podía titubear.

No cuando había tanto en juego.

Así que lamentarme fue un lujo que solo me di esa madrugada. Exterioricé los por qué, las maldiciones, los golpes y la rabia contenida; cuestioné las mentiras y mi estupidez por creerlas hasta que atestigüe el nacimiento de las primeras luces del día desde el alfeizar. Con ese sol llegué a una resolución: no me dejaría consumir por el odio y tampoco retrocedería lo avanzado en esos meses.

No le daría ese gusto.

―Hora de iniciar el segundo acto. ―Me di la vuelta para prepararme.

Al salir de mi habitación, lo hice con la intención de pensar solamente en el "aquí" y el "ahora", incluso cuando Trevor apareció tiempo después en el salón de jade, donde trabajaba junto a los miembros de la comisión de seguridad para tener el reporte.

―Dieciséis horas ―extendió las hojas hacia mí―. Siempre cumplo mi palabra.

―Jamás lo puse en duda, teniente coronel. ―Palmeé su hombro y a pesar de que me ardiera la mano por la mera posibilidad, traté de mantener todas mis sospechas a raya―. Imagino que no te resultó problema.

Un resoplido abandonó su boca al tiempo que echaba atrás su cabello cobrizo.

―Nada de qué preocuparse, solo son horas de sueño perdidas y posibles arrugas prematuras.

Me encogí de hombros.

―Tú aceptaste.

―Bueno... al menos pude drenar un poco de energía. ―La sonrisa perezosa que tanto lo caracterizaba apareció, antes de desviar la mirada a los oficiales a mi espalda―. Imagino que corroborarán la información.

―Es parte del protocolo. ―Le di un pequeño empujón hacia la puerta―. Ve a descansar, te lo ganaste.

Su boca se frunció en una mueca.

―La amabilidad asusta más que tus gruñidos.

―¿Debería darte una patada, entonces? ―cuestioné, arqueando una ceja.

La princesa del AlbaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora