Capítulo 7

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La madrastra (2005)

-Televisa


Mis pies se dirigen automáticamente al comedor donde sé que estarán empezando a desayunar, después de que el servicio de la casa (otro hecho que me resulta extraño de procesar) cocine y sirva la comida para ellos.

Yo, es decir, Villado, suelo levantarme un poco más tarde, cuando los niños ya han comido. Normalmente a la hora del almuerzo, me informa mi nueva memoria, cuando los niños ya han sido enviados al colegio o están jugando en el jardín. Y suelo desayunar tardíamente y sola, ya que el maridín se va pronto a la empresa (o a visitar a la muermo de la protagonista y aprender «valores humildes» y todo ese rollo lleno de clichés que muchas y muchos adoramos, aunque los hayamos visto mil y una veces).

Pero yo no pienso ceñirme a esos viejos hábitos ni de broma. La nueva yo (ja) se levanta pronto y desayuna con sus retoños. Y también los lleva al colegio, que para eso tiene los recuerdos de saber conducir en la cabeza y diez autos en el garaje.

Y punto.

Elevando la cabeza, cuadrando los hombros de nuevo y con el corazón a mil por hora (porque si hay una sola opinión que me importe en esta nueva vida, y la hay, esa es la de Julio y Carlitos y la de nadie más) entro en el comedor pisando fuerte.

—¡Buenos días! —saludo con una sonrisa, tan nerviosa como un niño en su primer día de colegio.

Tanto los dos niños, que tienen pinta de haber querido pasar más tiempo en la cama, como el hombre del servicio que está sirviéndoles los platos de entre la gran abundancia de comida que hay en la mesa, se me quedan mirando como si fuese yo una aparición o algo así.

Decidida a causar buena impresión y más ansiosa que un elefante en un campo de minas, pongo mi mejor sonrisa en mis labios pintados de rojo tomate (no sé cómo leñes se llamará este tono realmente, pero es bonito, oye) y me acerco a darles un abrazo a mis dos pequeños.

Julio tiene seis, casi siete, y Carlitos acaba de cumplir tres años y seis meses, y ambos son lo suficientemente pequeñitos para adaptarse con rapidez a los cambios que ven en su madre, aunque no sepan a qué se deben, pero lo bastante mayores como para que ello les extrañe.

—Buenos días, mamá.

—Buenos días, Julio, cariño. —Se me constriñe la garganta mientras tomo asiento a la cabecera de la mesa, justo entre ambos, que me siguen mirando con abierta curiosidad en sus preciosos ojos castaños tan parecidos a los míos—. Y buenos días a ti también, Carlitos, mi amor.

Nuenos días, .

Apenas resisto el impulso de darle un achuchón. O más bien dos, uno a cada uno. Y unos cuantos (muchos) besos.

Son los niños más bonitos del mundo. Y, sí, ya sé que cada madre y padre dice lo mismo de sus niños, pero es que lo son. Y ya está.

Me estoy emocionando mucho.

—¿Habéis dormido bien? —logro decir tras aclararme la garganta y reinar sobre el huracán de emociones que casi me hace perder el control y ceder al impulso anterior de achucharlos con fuerza contra mi pecho.

Carlitos asiente, al parecer perdiendo el interés en los cambios que ve en su mamá y volviendo a centrarla en su comida, que es más interesante, pero Julio sigue mirándome como si me hubiera convertido en una rana frente a sus ojos.

—Sí —asiente el niño con una sonrisa tímida.

En la serie de televisión Julio adoraba a su madre, pero luego se descubría que era más bien una necesidad de tener la aprobación de una mujer que siempre había sido indiferente hacia él, aunque a veces le diera besos y lo llamase «amor mío», normalmente cuando había gente delante.

Villado estaba más interesada en ser una influyente figura social y en sus tretas y planes maquiavélicos para mantener a su marido separado de «la otra» que en sus propios hijos, tristemente. Como suele suceder con las villanas.

En esta realidad, sin embargo, mi hijo mayor va a obtener todo el afecto y la validez que se merece y más, si cabe, y nunca pensará que no le quiero.

Porque los adoro. Los adoro a ambos con un amor que ha nacido en mí como florecen las flores tras un largo invierno solitario. Los amo con un amor fiero pero dulce que quiere nutrirlos de afecto y verlos crecer bien y convertirse en adultos saludables que saben que pueden contar con su madre y que esta los querrá siempre.

Nada de ignorarlo, de recordarlo solo a veces y mayoritariamente por su utilidad como arma contra la protagonista.

Eso se acabó y ha muerto con la Emma anterior. Era enfermizo y me hace rabiar contra Villado por no haber valorado la belleza de estos niños y no lo voy a tolerar jamás.

Ahora yo soy su madre, aunque sonaría chocante si lo dijera en voz alta, y pienso cuidar de ambos lo que me quede de vida y con todo el amor que nunca he podido darle a nadie pero que siempre he llevado en mi interior.

—Venga, comed bien, que hoy os llevo yo al cole —anuncio, lanzando una mirada divertida al chico que trae nuevas bandejas desde la cocina cuando este me mira con los ojos como platos, como si me hubieran salido dos cabezas, y casi se tropieza con la alfombra—. Uy, cuidado. No te hagas daño, jovencito.

—Sí, señora. Perdone, señora. No volverá a ocurrir —se apresura a contestar el joven, que tendrá unos veinte años como mucho, dejando la bandeja que casi tira sobre la mesa y lanzándome otra mirada extrañada.

Ni que fuera yo una alien, perdona.

—Nada. Nada. Tranquilo. Un tropiezo lo tiene cualquiera. No te preocupes, no pasa nada. —Será por la de tropiezos que he tenido yo trabajando en la cafetería de la hija de la Merche... Si no fuera porque ambas eran amigas mías (que en paz descanse mi amadísima Merche), me habrían despedido hacía años.

—Gracias, señora. Es usted muy amable. —Y dale con lo de «señora», ni que tuviera yo noventa años. Que como mucho este cuerpo tendrá veinticinco o así.

El chico se va a toda prisa, ruborizado, y yo me olvido de él porque los niños captan toda mi atención y el corazón me va a estallar de felicidad cada vez que los miro.

Me palpo con discreción el cuello, no sea que el universo decida jugarme malas tretas y realmente me haya salido algo raro y, cuando compruebo que todo parece normal, bebo un buen trago de mi copa de agua con alivio.

Uf, menos mal.

Imagina si me hubiese despertado como un alien verde con piel de cocodrilo; menudo drama sí que sería eso, me río en silencio, comiéndome la elaborada tostada de aguacate, huevos y qué sé yo qué más, con gusto.

Está buenísima.

—¡Qué bueno que está esto! ¡Mis felicitaciones a doña Begoña, la cocinera! —exclamo entre bocado y bocado. Es una de las cosas más deliciosas que he probado nunca.

Al oírme, si ya antes me miraban raro, ahora esas miraditas se incrementan, pero yo los ignoro a todos.

Ya se acostumbrarán.

Ya se acostumbrarán

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Soy la villana (✔) ✦ COMPLETA ✦Donde viven las historias. Descúbrelo ahora