19| Imbécil, a secas

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VALENTINA

Cuando abro los ojos la luz que entra por el ventanal de mi habitación me ciega por completo. Ethan duerme a mi lado plácidamente y no parece que vaya a despertarse pronto, así que como no me apetece quedarme en la cama durante horas me enfundo en unas mayas y un sujetador de deporte, me hago una coleta bien estirada para que no se me mueva al correr y salgo de casa sin hacer ruido.

—¿Ayer saliste de fiesta y ahora corres? —llevo pocos minutos corriendo, pero paro cuando miro a la izquierda y le veo con una sonrisa en los labios. Se acerca a mi y mis manos palpitan pidiéndome que le toque de una vez, pero esta vez no les voy a hacer caso. O si, pero no ahora.

—Eso hago.

—Eres muy rarita.

—Y tu un imbécil. —sonrío con cara de haber caído del cielo hace diez minutos y su sonrisa se ensancha.

—Un imbécil buenorro.

—Un imbécil, a secas.

—¿Eso mismo pensabas anoche mientras-. —no le dejo acabar la frase, de hacerlo se me subiría toda la sangre a la cabeza y no estoy para que se rían de mi a estas horas de la mañana.

—Tu empezaste.

—No volviste. —pasa de largo la contestación y ahora soy yo quien sonríe orgullosa.

—¿Esperabas que volviera? —niega con la cabeza inmediatamente. —Negar lo evidente no te hace mas débil. —le lanzo un beso y le doy la espalda siguiendo con mi objetivo de esta mañana. Correr.

O correrte.

¿Me entendéis cuando digo que odio a mi consciencia, no?

Pasan solo unos segundos hasta que Sam se sitúa a mi lado siguiendo el ritmo, con la cabeza mirando al frente y dando los pasos a la misma vez que yo. No hablamos durante la media hora que nos cuesta llegar a la playa y estamos empapados en sudor. Los dos hiperventilamos como si acabásemos de correr una maratón y es que el sol que hace en Los Angeles por la mañana es insoportable.

La playa está llena de gente que viene y va. Familias juegan en la arena con sonrisas en la cara. Jovenes que ríen entre ellos y miles de voces y risas que llenan la ciudad de vida.

—Tienes poco aguante. —soy yo la que hablo mientras sonrío mirándole. Mi respiración está volviendo a la normalidad.

—Tu tienes demasiado. Ademas, no me subestimes, no había calentado.

—He tenido que reducir el paso por ti.

—Eso no es verdad. —sonrío y el hace lo mismo.

—Vale no es verdad, pero si quieres venir conmigo a correr cada día, debes estar mas preparado.

—¿Quien te ha dicho a ti que quiera correr contigo todos los días? Ademas, ¿corres todos los días?

—La mayoría de ellos. —parece que se atraganta con su propia saliva. Se levanta la camiseta arrastrando las gotas de sudor con esta y aunque intento esforzarme por no mirar su estómago desnudo, no lo consigo y me pilla con las manos en la masa. Abre la boca para hablar, pero me adelanto y hablo yo. —¿Quieres ir a desayunar? Invito yo. —si iba a decir algo, no lo dice. Asiente y me guía hacia una de las pocas cafeterías en las que hay mesas libres.

—Pídete algo que te de fuerzas, hay que volver de la misma manera que hemos llegado. —bajo la carta para poder verle la cara y efectivamente, parece que se le van a salir los ojos de las orbitas. Abre la boca y niega con la cabeza varias veces mientras habla.

—Yo no vuelvo a correr.

—Venga ya, puedes hacerlo.

—Valentina, odio correr.

—Bueno, pero que no te guste no significa que no puedas. —la camarera llega a nuestra mesa antes de que el pueda responder. La chica alterna la mirada entre los dos. No dice nada, pero con una sonrisa le digo lo que quiero tomar. Ella no apunta nada en la libreta y mira a Sam que ni se ha dado cuenta porque sigue mirando la carta.

Le pego una patada suave por debajo de la mesa y levanta la cabeza enseguida. El Sam de hace quince segundos se esfuma por completo y vuelve el Sam del que todo el mundo habla. Si los músculos de su cara se mueven para algo que no sea poner mala cara, es porque se obliga a pedir lo que el quiere. La chica apunta de manera torpe en la libreta que tiene apoyada sobre su mano y se va casi corriendo.

—Tierra llamando a Valentina. —parpadeo y le miro. No se cuanto tiempo ha pasado desde que me he quedado pensando, pero lo que hemos pedido ya está frente a nosotros.

—¿Conoces a esa chica? —el alza los hombros y se lleva a la boca sus tostadas con tomate.

—¿No comes? —asiento apartando la mirada de el y comemos en silencio. Un silencio que no llega a ser tenso, pero que no es del todo cómodo. Los hombros que ayer acaricié y que estaban tan tranquilos ahora están regidos, como si estuviese aguantando una pared el solo. Unas venas se marcan en su antebrazo y aunque en otro momento se me caería la barbilla al suelo, en este momento solo puedo desviar la mirada y coger aire.

Cuando vuelvo la mirada a el sigue de la misma manera, pero su mirada esta fija en su plato vacío. Respira tranquilo, como si nada le pasara, pero puedo escuchar su pierna subir y bajar a gran velocidad.

—Sam. —sale del trance en el que estaba metido y sus hombros se relajan un poco cuando sus ojos conectan con los míos.

—Dime.

—Puedes irte si quieres, no estas obligado a estar aquí.

—Lo se. —el asiente y traga saliva. Está nervioso. Intranquilo. Inquieto. Ausente.—Te espero en el bordillo. —asiento y le observo cruzar la carretera hasta sentarse en el bordillo de piedra que da paso a la arena.

Soy muy lenta comiendo, así que cuando acabo pasados diez minutos, o quince, me levanto tras pagar, y lo único que siento cuando me acerco a Sam aun sin que el me vea, es distancia. Una distancia enorme que ha aparecido sin querer y de un momento a otro. Le siento muy lejos de mi. Muy lejos de donde estuvimos ayer noche y donde estábamos hace aproximadamente una hora.

Ciclos. Tiempo. Adaptación.

Ya no nos queda tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora