Capítulo 24

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Narra Mónica:

Mi alarma sonó, aumentando los pinchazos en mis sienes.
La apagué de inmediato, eran apenas las siete de la mañana, pero el sueño me había abandonado a partir de las cinco.
Llevé las manos a mi rostro, masajeando la zona de dolor mientras el familiar ardor en la garganta también comenzaba a despertar.
Ni en mi relación más larga había experimentado un martirio así. Aunque claro, no era lo mismo: entonces había decidido dejarlo porque ya no había más por vivir, el cronómetro se había detenido para aquella pareja mucho antes de romper. De hecho, el último tramo de nuestra relación lo había vivido en un constante tiempo de espera, como ocurre cuando los médicos ya te han informado que no hay más por hacer y sólo queda sentarse y esperar el final con la mayor entereza posible. Son momentos como esos en los que una misma se obliga a aceptar la finitud de las cosas.

Pero con Vanesa había sido diferente. Irónicamente, con ella había vivido y sentido con una intensidad que desconocía en mi, como si en el fondo fuéramos conscientes de lo efímero del tiempo para nosotras.
No se sentía como un "ya no hay nada que hacer" porque nada era lo que habíamos vivido, y todo lo que habíamos sentido. Aún quedaba futuro por vivir.

Pero tuvo que llegar el verdugo.
El miedo.
Aquel sentimiento tan dañino que paraliza en los momentos más inoportunos, avanza y te lleva por encima, elevando muros, azotando puertas y echando candados. Atrapándote y haciéndote tu propio enemigo, obligándote a ceder ante un mecanismo de defensa cuyo resultado acaba siendo desolador.

Como mi estado en este momento.

Me sentía desolada.
Y francamente arrepentida.

Tal vez si hubiese enfrentado a la Mónica dudosa, hoy no tendría que hacerlo con la Mónica desolada que parecía tomar mis tobillos y tirar hacia abajo, como si fuera posible sumergirme en más mierda.

Camarón se removió a mi lado, aún dormido, y yo me aferré a su cuerpecito caliente con una sola cosa en mente.

¿Le gustarán los perros?

Era una pregunta cliché, de las típicas que haces cuando comienzas a conocer a alguien, pero a nosotras nos había faltado tiempo incluso para esas.

Resoplé, levemente consciente del día arduo que me esperaba.

En este mismo instante, desearía ser capaz de resetearme y borrar los últimos dos días de mi cabeza.
Deseaba volver el tiempo atrás y refugiarme en aquella mañana de sábado cuando sabía a la vida de otra manera.

Más dulce, más amena, más plena.

Esa plenitud que llega a llenar tanto que sientes que lo tienes todo aunque no tengas nada, sólo una sensación de resguardo y paz absoluta.
Una paz como la que llega con el abrazo que parece encapsularte para protegerte mientras la tempestad avanza sin más, sin piedad.

Vanesa era ambas. La tormenta en todo su esplendor y la calma del después que reconforta.

Sólo deseaba detener el reloj de arena allí, en esa calma que me abordaba cada vez que me fundía en sus brazos, dejando que su aroma y su piel cálida me arroparan como lo hizo el sol con nosotras aquella última mañana.

Suspiré.

Vamos, Moni. Levántate, y no sólo de la cama.

Con cuidado para no despertar a Camarón, me puse de pie para comenzar a regañadientes con mi rutina matutina.

Una hora después, ya estaba ingresando al ascensor para ir hasta mi planta.

Estudié mi aspecto en el espejo, mis ojos estaban levemente hinchados, lo suficiente para notarlo yo, pero no para que lo note alguien de afuera. Esta mañana había escogido un pantalón beige y una camisa blanca sin mangas que me llegaba hasta el cuello, combinando todo con un cinturón dorado y accesorios del mismo color.
Me acerqué un poco más al espejo para asegurarme que las marcas en mi garganta estén definitivamente tapadas con la base y luego verifiqué mi maquillaje. El delineado ayudaba a disimular la hinchazón y el corrector de ojeras se aseguraba de ocultar las escasas horas de sueño que traía encima.

Conflictos de oficinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora