16. Imprudencia

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Óscar

Una semana ha pasado desde la última amenaza que Catalina recibió. Una semana en la que se ha mantenido sorprendentemente tranquila dentro de casa; sus amigas han venido a visitarla y han organizado ruidosas pijamadas en su habitación, como si fueran unas niñas pequeñas jugando a las casitas. Después del interrogatorio que les hice, pude confirmar que no tuvieron nada que ver en lo sucedido en el centro comercial; tengo un don para conocer a las personas y, en esta ocasión, no me ha fallado. Las chicas, aunque revoltosas, no son malas personas, estoy seguro. Fui muy duro al acusar a Catalina de comprarlas con regalos, pues, en estos días me he dado cuenta de que su interés en ella es sincero.

Me adentro a la casa, pues el cambio te turno con Leonardo se acerca, y mientras avanzo hacia la habitación, puedo escuchar cada vez más fuerte el sonido de las estruendosas carcajadas de la chica mimada que se roba la atención de todas las personas a su alrededor.

«Incluyéndome a mí»

Y es que, ¿quién podría ignorar sus desplantes de niña, y su carácter liviano que ilumina toda la casa? Me digo a mí mismo que soy inmune a sus encantos y, aunque me resisto, en ocasiones no puedo evitar caer en su embrujo y por más que intento, la loca jovencita me saca una sonrisa que trato de disimular con mi mala cara, pero, cuando me encuentro a solas rememoro y no puedo evitar reír como tonto al pensar en ella... en sus acciones.

«No soy tan rudo como creí»

Las risas se escuchan más fuertes con cada paso que doy y, aunque mi plan para alejarme de Catalina ha funcionado hasta ahora con la llegada de Huerta, todavía puedo sentir un leve punzón en mi estómago al ver su, cada vez más íntima, interacción.

Estos días los he visto acercarse el uno al otro de una manera inapropiada dada su relación laboral: las miradas cómplices que se brindan, el roce que disimuladamente intentan ocultar, sus paseos a deshoras de la noche y esto... la reciente intrusión de Huerta en su habitación.

Golpeo la puerta un poco más fuerte de lo necesario para dar aviso de mi llegada, pero las risas no se detienen.

—¡Huerta! —digo firmemente. Dejo pasar unos segundos, pero no recibo respuesta, solo escucho los murmullos lejanos que me hacen entrar sin permiso a la recámara—. Huerta, no deberías de estar aquí —reclamo cruzando los brazos sobre mi pecho, intentando sonar desinteresado; sin embargo, la posición en que los encuentro calienta mi sangre al instante por la molestia: Leonardo me da la espalda y frente a él se encuentra Catalina, muy cerca el uno del otro. Él, con una de sus manos en la cintura de la chica, y la otra en su mejilla de manera cariñosa.

La muñeca de plástico asoma su cabeza en mi dirección y sacude su mano en un saludo tímido, pero mi vista se enfoca de lleno en sus labios levemente hinchados y descoloridos. Decido ignorar el mal sabor de boca cuando la saliva se torna amarga como hiel y el corazón bombea sangre desesperado a mis puños que desean romper algo con urgencia.

«La cabeza de Leonardo sería una buena opción»

—H-hola, Óscar —dice la chica despeinada, tratando de alisar su cabello, mientras carraspea incómodamente—. No tocaste.

—Lo hice —contesto secamente—, pero creo que estaban muy ocupados para prestar atención a la puerta. Alégrense de que haya sido yo y no tu padre —digo con cizaña.

—Hubiese preferido que fuera él. —Escucho murmurar a Catalina en un susurro.

Sin decir nada más, salgo de la habitación para esperar a Huerta en el pasillo. Mi respiración no hace más que acelerarse con la de escenarios que mi mente recrea, y todas las posibilidades de lo que hubiese podido suceder entre ellos de no haber llegado a tiempo.

Mentiras PiadosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora