XLI. Sorpresas y enredos

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*Casa de Victoria*

–¿Cómo que desaparecida? –Cuestionó un Heriberto muy nervioso.

–Victoria no suele perder contacto con ninguno de nosotros –sentenció Ernst–, no importa lo que suceda, por lo menos uno de todos conoce su paradero, precisamente por seguridad y el hecho de que lleve tantas horas sin reportarse, vuelve esto un problema. ¿Por qué se vino sola de tu departamento a las tantas horas de la madrugada? –Reprochó.

Heriberto se puso nervioso. ¿Cómo les explicaba que habían estado juntos y que ni siquiera escuchó cuando se le escapó porque se quedaron dormidos?

–Me dijo que no me preocupara –mintió con un poco de nerviosismo– que ella podía sola y que no quería que me regresara solo en la silla de ruedas.

Ernst lo miró con desconfianza. –¿Te ofreciste a traerla?

–Sí, por supuesto –lo habría hecho de haber tenido oportunidad–, pero se negó.

–¿De qué hablaron? –Cuestionó Ernst en una clara desconfianza hacia Heriberto.

–De las niñas y de la relación que no hemos podido sanar del todo, tomamos un poco y nada... ella se fue –explicó torpemente.

–¿Qué estás insinuando, Ernst? –Preguntó Franco con molestia al entender su interrogatorio.

–Lo que estás pensando, me parece muy raro que Victoria haya decidido exponerse de esa forma y que él esté tan tranquilo.

–No tenemos la seguridad de que está desaparecida, además, te puedo asegurar... ¿Ernst? –Él asintió–, que jamás haría algo para dañarla, hemos tenido muchos problemas, pero no la lastimaría ni la desaparecería.

–No lo sé, no te creo, ella te mostró documentos muy importantes y bien pudiste venderla por venganza –con coraje y suma desconfianza.

Entonces Heriberto recordó el expediente y los datos que contenía. Su mujer corría grave peligro si alguien había realmente atentado contra su libertad y se había tomado la molestia de revisar lo que cargaba con ella.

–El expediente... –se dijo a sí mismo– si alguien lo encuentra, le puede hacer mucho daño –tragó en seco.

Ernst lo miró desconfiado. Algo no le gustaba en toda esa situación, era demasiada casualidad lo ocurrido. Sin embargo, el resto no desconfiaba de Heriberto como Ernst, por el contrario.

–Vamos, Ernst, Heriberto sería incapaz de una bajeza como esa –lo defendió Camila–, podrán tener mil discusiones, pero él no la vendería.

–¿De verdad lo crees? –Furioso–. Yo no estoy tan seguro o ¿no les parece muy extraño que justo cuando él tiene acceso a ese expediente confidencial, Victoria desaparece misteriosamente?

–No, yo no fui, no tengo motivos para hacerle daño –se defendió.

–Tú la odias –le reprochó–, la has hecho sufrir desde que la volviste a ver y sí, quizá tenías razón en muchas cosas, pero ella no se lo merece y no te puedo descartar como sospechoso así que, si el gobierno me pregunta, para mí, tú la traicionaste.

Franco brincó en ese momento. –No te atrevas ni siquiera a mencionar el nombre de mi hijo como sospechoso, Ernst, porque una vez que la encontremos, ella misma será la que se encargue de hacerte pedazos si él corre peligro y lo sabes de sobra –sentenció.

–Estoy dispuesto a correr ese riesgo –lo retó.

Franco lo tomó por las solapas. –¡No me provoques! Yo también puedo hacerte pedazos.

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