XLVIII. Una visita inesperada

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Franco y Victoria se apartaron de forma inmediata e inconsciente ante el tono de voz que irrumpió en el sitio.

–Antonia... ¿qué haces aquí? –Cuestionó Franco mirándola en shock, no podía creer que estuviera frente a él.

–¿Sabes que me estoy haciendo la misma pregunta, infeliz? –Con coraje–. Tal vez nunca debí acercarme de nuevo a ti, no quise molestarte en tu nueva vida –mirando con asco a Victoria– ni molestar a tu nueva familia.

–Antonia, por favor...

–No, no quiero escucharte –la voz se le quebró– y tú –mirando a Victoria–, sigues siendo la misma cualquiera que se enreda con la primera opción que tiene frente a sí, eres un asco, ¡agradezco que mi hijo no sepa que la zorra que se enredó con su padre sigue haciéndolo porque se volvería a morir! –Espetó con asco y frustración.

Victoria no se pudo contener y en un reflejo la abofeteó. –Usted no tiene la menor idea de lo que dice, pero tampoco tengo intenciones de aclararle nada, ¿y sabe por qué?, porque sigue siendo la misma arrogante incapaz de creer en el amor ciego de su marido por usted y yo no me voy a desgastar ni voy a poner en riesgo a mi bebé una vez más por sus estúpidas conclusiones apresuradas –explotó– si quiere creer que me quedé con Franco y que soy la peor, no soy yo quien se queda perdiendo.

Dio media vuelta y salió del lugar dejando solos a los recién llegados con Franco. Gabriel tomó del brazo suavemente a Antonia en un gesto de silencio y decidió intervenir.

–Lamento el incidente, Franco –expuso con suavidad–, te pido que entiendas...

–¡Que entienda qué! –Explotó–, que a pesar de las constantes súplicas que le hice a mi mujer, de las humillaciones, de las veces que me hinqué frente a ella –con la voz quebrada– durante todo este tiempo que la fui a buscar a México, ella sigue creyendo que yo soy un infeliz y que la mujer que vive conmigo en esta casa es mi amante. No, Gabriel, no estoy dispuesto a entender ni una sola cuestión más –tajante.

–Hombre, no puedes pretender que las cosas se olviden de la noche a la mañana, recuerda que Elena confesó...

–¡Confesó una mentira! –Sentenció–, pero me queda claro que eso ustedes no pueden entenderlo y no quieren escuchar explicaciones, así que –suspiró mirando fijamente a Antonia– si quieres seguir creyendo que me quedé con ella y que soy lo peor, ya entendí con esto que no podré hacerte cambiar de opinión y finalmente, creo que no soy yo quien se queda perdiendo, buen día.

Franco se retiró hacia el interior de la casa dejando a los recién llegados en el mismo sitio en donde estaban, pues todavía intentaban procesar lo ocurrido.

–¿Qué no quedamos en que se comportaría, suegra? –Expresó Gabriel con preocupación.

–No pude evitarlo –frustrada–, me dio tanta rabia verlos juntos y con las manos unidas en... –suspiró negada– de verdad no entiendo cómo es posible que me digan que no hay nada entre ellos –herida–, ¿viste su cercanía?

–Antonia... –suspiró–, de este modo no vamos a lograr nada, con esto que hiciste dudo que nos reciban fácilmente. Entiendo tu enfado, pero, ¿qué pasaría si lo que tanto afirman fuese cierto?

–¿De qué hablas? –Desconcertada con la pregunta.

–Sí, suegra –reiteró pensativo–, tanto Franco como Elena han dicho que lo que supuestamente usted escuchó en aquella llamada que ella confesó es una mentira, ¿qué pasaría si eso resultara cierto?

Antonia se quedó pensativa, pero de inmediato volvió a su actitud soberbia. –Eso no fue una mentira, ¡por Dios!, si yo no la hubiera escuchado confesarlo al teléfono hace casi seis años, al día de hoy es muy probable que nos siguieran viendo la cara. ¡Fue un error venir a buscar a Franco!

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