CAPÍTULO 12

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Ana dejó su auto en el estacionamiento, agarró la cartera del asiento del copiloto, bajó y apretó el nudo de la gabardina rosa palo que llevaba puesta, al tiempo que una sonrisa de seguridad y satisfacción se apoderaba de sus labios.

Taconeó decidida hasta el ascensor, y antes de que las puertas se abrieran en el piso de Rodolfo, buscó en su cartera la llave que le había tomado prestada sin que él se diera cuenta.

Esperaba que después de la sorpresa decidiera dejársela, para hacer más seria su relación; así podrían pasar más tiempo en ese lugar que tanto ardor le provocaba.

Abrió con mucho cuidado, mientras el corazón le saltaba frenéticamente ante la expectativa. Se moría por ver su cara de sorpresa; se adentró con resolución al salón principal, aunque las piernas le temblaban y el deseo se acrecentaba; no lo encontró en el lugar, pero bien sabía que estaba en el apartamento, porque vio su auto en el estacionamiento.

Dejó sobre el sofá blanco, decorado con cojines verde selva y negro la cartera y siguió con su camino hacia la habitación; se desató la gabardina, y con cada paso que daba se deshojaba un botón, exponiendo el sexi conjunto negro de lencería que llevaba puesto.

Los nervios la impulsaron a caminar más de deprisa, y sin pensarlo ni un segundo, abrió la puerta de la habitación. Ante sus ojos se presentó una situación semejante a otra que ya la había decepcionado y quebrado la confianza en él; sin embargo, había decidido darle otra oportunidad, pero él, sin remordimientos, acababa de tirarla a la basura.

Ahí estaba, sobre la cama, haciendo jadear ruidosamente a otra mujer. Totalmente aturdida, adolorida y molesta quiso lanzársele encima y golpearlo, insultarlo en medio de gritos, pero quedó inmóvil en el umbral, con tantas cosas por gritar atoradas en la garganta, y los ojos inundados por la decepción.

—Soy... soy una estúpida... —farfulló con las lágrimas subiéndole a borbotones por la garganta y otras tantas corrían descontroladas por sus mejillas; entretanto, con dedos trémulos se ataba la cinta de la gabardina.

—¿Ana...? ¿Aninha? —Totalmente sorprendido saltó de la cama, dejando a la jadeante amante a medio camino de alcanzar el orgasmo—. No es lo que estás pensando...

—No, no me toques. —Ella retrocedió varios pasos y manoteó fuertemente la mano con la que él pretendía alcanzarla—. Basura, eres una maldita basura.

—Ana, déjame explicarte, las cosas no son como... No son lo que parecen —tartamudeaba y le dio un vistazo a la mujer arrebujada en la cama entre las sábanas—. ¡Lárgate! ¡Fuera de aquí! —La echó en medio de gritos, sintiéndose desesperado, porque bien sabía que el padre de Ana podía arruinarle la carrera.

—No digas nada Rodolfo, no te atrevas a negar lo que acabo de ver... Estabas con esa perra... —rugió conteniendo toda su furia para no írsele encima a él o la mujer que corría envuelta en la sábana al baño.

—Escúchame por favor... —suplicó con las facciones contraídas por la preocupación.

—No quiero escucharte. —Retrocedió otro paso, porque él amenazaba una vez más con tocarla, pero si lo hacía, terminaría vomitando. Nunca nada le había dado tanto asco como ese hombre—. Vete a la mierda, vete a la puta mierda miserable. —Le dio un empujón en el pecho y salió corriendo.

—¡Ana! ¡Necesito que hablemos sobre esto! ¡Ana! —Él la siguió, pero ella se escabulló mucho más rápido. En su carrera agarró su bolso y le tiró la llave—. Te amo pequeña, escúchame. —Sin importar salir desnudo del apartamento la siguió hasta el ascensor.

—¡Mentira! ¡Mentiroso! No sé por qué, por un instante, pensé que valías la pena. —Se lamentó, antes de que las puertas del ascensor se cerraran.

Mariposa Capoeirista (Libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora