CAPÍTULO 8

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La comisión compuesta por tres policías judiciales, enviada desde Río de Janeiro para interrogar a Elizabeth Garnett arribó al Aeropuerto Internacional John F. Kennedy, donde fueron recibidos por un chofer que los llevó a una camioneta blindada, para conducirlos al hotel Marriot, en el que Samuel Garnett les había reservado una suite para cada uno.

Le había prometido a Costa que los trataría como si fuesen de la realeza británica, y eso estaba haciendo. Había programado absolutamente todo para los servidores públicos, desde su traslado del aeropuerto hasta los postres que degustarían, incluyendo una visita guiada por la ciudad, por si no la conocían.

Samuel decidió acompañar a Elizabeth hasta el consulado brasileño, donde le habían cedido un salón bien amoblado para el proceso que llevarían. Ambas partes acordaron que era el mejor lugar.

—Papá, ya no soy una niña, por favor..., por favor, me avergüenzas —chilló Elizabeth, tratando de hacerle cambiar de parecer, mientras caminaba a su lado por el pasillo que los conducía al salón donde los esperaban—. No soy culpable de nada, pero contigo al lado me hace sentir como si lo fuera... Imagina lo que pensarán los policías cuando me vean entrar siendo escoltada por ti... Se preguntarán qué demonios hago con un abogado si no tengo nada que ver con lo que le pasó a Priscila.

—Ya te dije que no voy a interferir, no pretendo entrar en plan de abogado. Me mantendré en silencio...

—Sí, tratando de intimidarlos. —Lo interrumpió.

—No es esa mi intención, lo único que quiero es brindarte apoyo emocional. Y que no se hable más.

Elizabeth resopló, rodó los ojos y dejó caer los hombros, en señal de derrota. Adoraba a su padre, pero en momentos como ese, en los que era tan testarudo, no lo soportaba.

—Espero que tu «apoyo emocional» sea solo eso. No te quiero interviniendo, así que amarra tu lengua.

—Elizabeth, deja el drama... Cada vez te pareces más a tu madre.

—Y tú a cada minuto te haces más controlador —reprochó y tocó a la puerta, casi de manera inmediata se la abrieron.

Ante los ojos grises de Elizabeth se presentó un hombre de piel clara, pelo negro, ojos marrones y un atractivo hoyuelo en el mentón; aunque estaba con un clásico traje blanco y negro, no aparentaba tener más de treinta años.

—Buenos días —saludó sonrojada por la vergüenza que le provocaba que la vieran llegar en compañía de su padre, como si fuese una chiquilla a la que se llevaba al jardín de infancia.

—Buenos días, señorita Garnett, adelante por favor —pidió recorriéndole el rostro con la mirada, tratando de disimular su interesante escrutinio—. Buenos días, señor Garnett —saludó al fiscal, quien le ofreció la mano y él correspondió al humilde gesto.

—Buenos días oficial, no voy a interferir, solo me quedaré por aquí —dijo desviando la mirada hacia la silla que estaba junto a la puerta.

El policía asintió, cerró la puerta y se quedó de pie a su lado.

Mariposa Capoeirista (Libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora