CAPÍTULO 27

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Alexandre corrió todo lo rápido que pudo para alcanzar al taxi en el que Elizabeth acababa de subir, agradeció que lo pillara un semáforo en rojo y sin agarrar aliento abrió la puerta, ante la turbación del chofer, quien quedó prácticamente petrificado cuando él la sacó de un tirón.

—Es mi mujer. —Le avisó al hombre para que no pensara otra cosa. Sin permitir que Elizabeth protestara la cargó y se le echó al hombro.

—Bájame, ya te dije que no quiero tus explicaciones —exigió golpeándole la espalda. Sabía que había ido para que él le dijera que existían razones poderosas por las que no la había contactado, pero descubrir que un hijo y una mujer era lo que le había impedido que por lo menos respondiera a sus llamadas le quemaba el corazón.

—¡Elizabeth, ya! —gritó enfurecido, pero sobre todo nervioso, mientras avanzaba y miraba a todos lados, atento a cualquier emboscada, solo pensaba que debía ponerla a salvo—. Quédate quieta. —Le exigió al tiempo que le soltó una fuerte nalgada, iba a enseñarle a respetar y a obedecer, por si sus padres no lo habían hecho.

—¡Animal! —gritó enfurecida y se echó a llorar adolorida, en venganza le enterró las uñas en la espalda.

—Quieres otra, ¿eh? ¿Quieres otra? —amenazó, preparado para soltarle otro azote.

Elizabeth gimoteó, y temerosa de que volviera a pegarle lo soltó, se sentía mareada y vio cómo una gota de sangre cayó en el suelo, mientras Alexandre esperaba a que el hombre de seguridad de su edificio le abriera la puerta.

No se atrevió a mirar al hombre, solo cerró los ojos porque estaba muy mareada; suponía que era porque toda la sangre se le estaba yendo a la cabeza.

Entraron al ascensor y no la bajó, porque lo que menos deseaba era que ella siguiera dándole la pelea, necesitaba que lo escuchara y estaba dispuesto hasta a amordazarla si con eso conseguía que lo hiciera.

Pasaron de largo el décimo piso y las puertas se abrieron en la azotea, avanzó dando largas zancadas hasta donde estaba el neumático del Caterpillar y la sentó, provocando que el vestido se le subiera a la cintura, haciéndole saber que llevaba unas diminutas tangas de encaje.

Estaba despeinada, con algunos mechones empapados de sangre pegados al rostro que estaba furiosamente sonrojado. Ella quería matarlo con la mirada, aun así, él no se amilanó.

Elizabeth rápidamente se bajó el vestido y lanzaba una mirada en derredor al lugar, ideando la manera de escaparse cuando lo vio quitarse la camiseta. Se juraba así misma que ese torso perfectamente marcado, bronceado y decorado con vellos no iba a quebrantar su resolución.

Lo vio acuclillarse frente a ella y estiró la mano para posarle la camiseta en la herida de la cabeza.

—No me toques. —Le dio un manotazo, apartándolo, y la barbilla le temblaba de rabia y llanto.

—No seas tan terca Elizabeth...

—¿O qué? ¿Vas a pegarme otra vez, me golpearás? —preguntó clavando sus ojos grises en los de él.

—Lo siento, no quise lastimarte, solo intento protegerte... —Ella le desvió la mirada—. Elizabeth..., tienes que creerme, Eli...

—Solo quiero irme, ya fue suficiente por hoy.

—No, no puedo dejarte ir, corres peligro... Corremos peligro...

—Supongo, no lo tendrás fácil con tu mujer.

—Ya, por favor. —Se llevó las manos a los rizos y se los apretó ante la impotencia—. Luana no es mi mujer, es mi hija... Y el niño es mi nieto. —Se detuvo al ver cómo Elizabeth se quedó con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, y después se llevó las manos a la cara, echándose a llorar descontroladamente—. Eso no cambia nada en mí...

Mariposa Capoeirista (Libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora