CAPÍTULO 45

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Elizabeth estacionó su auto en el garaje de su casa, lo apagó y bajó, apenas las puertas que daban al pasillo con paredes de cristal que conducía a la sala se abrieron, un pequeño terremoto de pelaje blanco la interceptó, arremolinándosele en los pies y moviendo enérgicamente el rabito.

—Hola pequeño, ven aquí. —Lo cargó y empezó a llenarlo de besos, mientras disfrutaba de las lamidas de esa lengua morada de su gordito—. ¡Qué bonito! ¡Ay, qué bonito! —hablaba como niña mientras avanzaba; irremediablemente, a su memoria llegó Snow, su fiel amigo y compañero, por lo que la nostalgia le embargó el corazón.

—Cariño. —Le sonrió Esther, dejando de lado el trapo con el que pulía una escultura de plata.

—Hola Tetê. —Se acercó y le dio un beso—. ¿Ya llegó papá?

—Sí, te está esperando en su oficina.

—¿En la oficina? Entonces la situación es seria —comentó, segura de que cuando su padre los llamaba a ese lugar era porque tenía preparado un regaño. No pudo evitar que el corazón se le instalara en la garganta, pero no podía adivinar cuál era el motivo.

—Eso creo —comentó la mujer, quien se había dado cuenta de que Samuel Garnett había llegado con un semblante inusualmente serio.

Suspiró ruidosamente en un acto de valor, no le quedaba de otra que afrontar la situación. Dejó a Blondy sobre el sofá, y contando los pasos se dirigió a las fauces de su padre. Inhaló profundamente antes de tocar la puerta, después lo hizo con precaución.

—Adelante —escuchó el mandato, y con el corazón retumbándole en la garganta abrió la puerta.

—Buenas tardes —saludó avanzando lentamente y obligándose a sonreír para que no descubriera que estaba nerviosa—. Es un milagro que estés en casa a esta hora.

—Siéntate. —Le pidió, haciendo un ademán hacia la silla frente al escritorio—. Tuve que suspender algunos compromisos, porque considero que es más importante hablar contigo sobre un tema que verdaderamente no consigo comprender. —Siguió con la mirada a su hija mayor hasta que se hubo sentado, mientras que él sostenía en sus manos un iPad.

—No sé...

—Elizabeth —interrumpió, porque quería ser él quien tuviera la palabra, antes de que ella intentara manipularlo con sus encantos, como casi siempre hacía—. Sabes que es totalmente imposible que vayas a Brasil sin que me entere.

Elizabeth empezó a boquear, no encontraba una explicación, y estaba segura de que si la hallaba se le quedarían atoradas en la garganta, entre los latidos desaforados de su corazón.

—Y antes de que intentes inventar cualquier mentira, quiero que me expliques esto... —Le tendió el iPad, sin quitar su mirada de los ojos asombrados de su hija.

Elizabeth, con mano temblorosa la agarró, sus ojos estuvieron a punto de salirse de sus órbitas y el corazón estaba a punto de vomitarlo, era la sensación más horrible de vértigo que había experimentado en toda su vida.

«Mierda... Oh mierda, necesito que el mundo se detenga mientras pienso en algo realmente convincente». Pensó al ver una fotografía donde ella se estaba besando con Alexandre en pleno aeropuerto.

—¿Cómo es que tienes esta foto? ¿Quién fue el entrometido que te dijo que fui a Río? —preguntó dejando sobre el escritorio el aparato e intentó mirar a su padre, pero no pudo sostenerle la mirada por más de tres segundos. Segura de que alguien le había ido con la patraña, porque Samuel Garnett no era partidario de las notas sensacionalistas.

Mariposa Capoeirista (Libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora