CAPÍTULO 42

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Una mano enfundada en un guante quirúrgico agarró por el pelo castaño ensangrentado una cabeza femenina, y sin ningún cuidado la tiró en una bolsa de basura. Mientras que otras manos levantaban de la bandeja metálica un torso que había sido abierto de hombro a hombro y luego del espacio supra esternal hasta el área púbica, con incisiones exactamente lineales y perpendiculares; lo habían drenado, pero no se molestaron en suturarlo. También fue a dar a la bolsa, junto con las extremidades.

Los hombres que llevaban a cabo la sanguinaria labor no sentían un ápice de compasión por el cadáver desmembrado, ya estaban familiarizados con lo que hacían. Caminaron por la fría habitación de luz blanca casi enceguecedora, donde solamente se escuchaba el sonido de las ruedas del carrito de implementos quirúrgicos que contenía los restos de Naomi, siendo empujado por uno de ellos.

El que llevaba la pesada carga esperó a que su compañero empujara la puerta trasera que daba al estacionamiento subterráneo, donde esta vez no los esperaba una furgoneta, sino un todoterreno.

La modalidad había cambiado a consecuencia del imbécil de Vidal, ahora no podían simplemente dejar en algún punto de la ciudad el paquete, debían asegurarse de desaparecerlo, si no querían terminar despedidos, o lo que era igual, muertos.

Metieron en una bandeja la bolsa, para evitar derrames dentro del vehículo, y emprendieron el viaje por una ruta ya trazada, cuando apenas la madrugada iniciaba.

Con el todoterreno llegaron hasta donde la espesa naturaleza se los permitió, bajaron el cuerpo desmembrado, un par de neumáticos de repuestos y una garrafa de gasolina; entre maleza caminaron aproximadamente dos kilómetros.

Tiraron la bolsa y la rasgaron para sacar las partes humanas y esparcirlas, la rociaron con gasolina, pusieron encima los neumáticos y volvieron a echar combustible.

Uno de ellos encendió un cerillo y lo lanzó sobre los neumáticos empapados, inmediatamente una gran hoguera cubrió vida ante sus ojos, a la cual también lanzaron los guantes que habían usado.

—Hicieron falta los malvaviscos —dijo uno con sorna y se subió la mascarilla para cubrir su nariz del hedor a carne quemada.

—Y las cervezas —completó el otro con una sonrisa sátira.

Tuvieron que permanecer en el lugar por más de cinco horas, asegurándose de que no quedara pedazo sin que el fuego lo consumiera. Regresaron al vehículo, conscientes de que debían volver al día siguiente para seguir resumiendo a nada los restos, que después se llevarían y enterrarían en otro punto de la reserva natural.

De regreso al lugar, sacaron la bandeja y la dejaron sobre la plancha de acero, donde habían cortado minuciosamente cada extremidad de la infortunada mujer, y entregaron el reporte para que se lo hicieran llegar a su superior.

Fueron a ducharse para quitarse cualquier rastro de evidencia que pudiera exponerlos, y sobre todo, el desagradable olor a carne quemada; después, se pusieron sus uniformes de guardias de seguridad y salieron rumbo a sus casas, donde los esperaban sus esposas e hijos.

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—¡Me encanta! ¡Me encanta! —decía Violet emocionada, besando el tarro de cristal con tapa y etiqueta negra de dulce de leche argentino que le había llevado.

—Y aquí está tu otro pedido. —Le entregó los alfajores.

—Gracias Eli, eres la mejor hermana del mundo... Gracias. —Le dio un gran abrazo y después se aferró a sus regalos, que estaba segura disfrutaría mucho.

—No quiero que te lo comas en un día —dijo Samuel—. Mejor se lo damos a Esther y que ella te lo dé poco a poco.

—Pero papi, es mi regalo. —Hizo un puchero.

Mariposa Capoeirista (Libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora