4. Dependencia

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Antes de empezar quiero convencerme de que no soy el único imbécil que la ha padecido alguna vez e incluso la padece (ya sabéis, mal de muchos consuelo de tontos). Quiero pensar que todos alguna vez hemos sido dependientes de alguien, que no sea nuestra madre.

Una de nuestras más peligrosas enemigas. Nos hace agarrarnos a una mano que todos sabemos que nos acabará dejando caer pero sin nunca estar listos para ese momento. Las personas somos solo momentos en la vida de otras personas, al igual que ellos van y vienen de la nuestra. El problema se encuentra en la transición entre la llegada de unos y la ida de otros. No nos acostumbramos ni mucho menos nos preparamos. Solo esperamos que nunca llegue porque somos conocedores de lo que conllevaría eso: acabar con una relación que nos mantiene. En el fondo sí, sólo no queremos sufrir y por eso evitamos solucionarlo. Cicatrizará, pero todo el tiempo que tarde en suceder será caracterizado por el sufrimiento y la melancolía. Una pareja algo curiosa.

A veces llega gente a nuestras vidas sin que otros se vayan. Eso nos inunda de alegría y de compañía. Pero, al mismo tiempo, otras personas marchan de nuestro camino sin que nadie les remplace, sin nadie en el banquillo. Y es la dependencia la que hace dura la marcha de estos últimos sujetos. Nos duele porque estamos anclados a ellos. Sabemos que, aunque no se encuentren en nuestras vidas, seguiremos adelante, pero aún así, sufrimos. Sufrimos porque recordamos con pena lo que teníamos y porque deseamos con impotencia el futuro que nunca llegó. Un futuro que, por irónico que suene, queda atrás, en una nube que no fuimos capaces de alcanzar. Todos esos planes que se plantan en seco y se niegan a prosperar. Te queda un hueco. Somos como la lechera que soñaba con vender su leche para seguir comprando vacas pero que acabó rompiendo su vasija. Yo suelo llevar mis brazos llenos de jarras, pero olvido que mis pies se entrelazan cual enredadera.

Esas personas sostienen parte de nuestro ser. Momentos, conversaciones, lugares, canciones. Lugares que es solo pasar cerca de ellos y, de forma inmediata, nos recuerdan a esa persona. Canciones que duelen. ¿En qué momento mi cerebro decidió que sería buena idea asociar canciones a personas? Ahora la tristeza se regocija en mi pesar al escuchar cualquiera de esas letras. También aparece la felicidad en pequeñas dimensiones. Añoranza. Una suave sonrisa. Es eso lo que se padece cuando hemos asociado algo a algunas personas, sin importar lo que sea. Un libro o una carta, eso es lo de menos. Es una sensación totalmente irremediable e inevitable. Simplemente aparece, como cuando abres un viejo álbum de fotos. Cada foto, como cada imagen que aparece en nuestra mente, te transporta a donde o a quien sea. A veces esos lugares son felices, pero también pueden ser hostiles. Y son esos a los que temo. Mi cerebro no quiere viajar allí. Tiene miedo de ser atacado en cualquier momento y tener que pasarse semanas curando las heridas.

En algunos casos, sabes que esas personas no volverán, por mucho que permanezca un ápice de fe. Ella no volverá. Él se está yendo poco a poco. Yo cada vez soy más dependiente de las personas que me rodean. Y, por más que llore y me frustre, tiene que pasar. Pero no cambiaría por nada del mundo todo lo que he vivido con ellos por mucho que lo viviera amarrado a ellos por la dependencia. Esos momentos, y, sobre todo, esas personas, son irremplazables. Y pienso dar todo lo que tenga por recuperarlos y por no perder a los que me quedan, sea lo que sea lo que me ate a ellos. Me da igual la dependencia. Me da igual sufrir las consecuencias por amar a todos los que aparecen en mi vida y me ayudan a seguir adelante diariamente, y a todo lo que me impulsa a trabajar para ser feliz. Me da igual que más tarde o más temprano se vayan a marchar. Yo pienso hacer todo lo que pueda para aprovechar cada minuto de ellos. Porque sí, soy dependiente. Parece que no quiero buscar ningún remedio, que me conformo con sufrir, pero no es así. Merece la pena sufrirlo por crear momentos que me llenen.

Soy dependiente de una muleta sin la cual me cuesta andar, y, ahora que la he perdido, busco apoyos por todos lados. Apoyos momentáneos que me mantengan en pie. Consigo avanzar unos metros con dificultad pero siempre acabo cayendo. Esos leves apoyos solo me sostienen firme por unos segundos. Y ya son muchos los moretones que aparecen por esas caídas. Pero, ¿con qué derecho puedo andar yo pidiendo que me sostengan o me levanten? ¿Qué derecho tengo yo de exigir a la gente que me rodea que me ayude a seguir caminando? No lo merezco, y ellos no tienen la obligación de dármelo por mucho que me cueste avanzar. Debo seguir aunque sea a gatas. Debo hacerlo porque no me puedo frenar en seco y mandarlo todo a la mierda.

No puedo, y no quiero.

Tras una sonrisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora