LA AGONÍA DEL PRÍNCIPE

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La noche había sido catastrófica; no había apenas conciliado el sueño y, encima de todo, ahora tenía que poner buena cara para evitar otra charla por parte de mis padres. Era sábado y como siempre, era tradición un desayuno copioso y largo en compañía de todos, justo lo último que necesitaba. Me froté la cara, quejándome de todo y de todos, despotricando contra cada ser que vivía bajo mi mismo techo y maldiciendo mi maldito miedo que me condicionaba la vida.

—Debo ponerme en pie, son casi las once. Si tardo un poco más, mi padre me colgará de la ventana más alta de casa. —Y si, él era capaz de los castigos más ejemplares. Rebusqué mi teléfono para observar notificaciones y sí, me topé con una de Flin.—Dios mío, no le soporto a veces—dije conforme mis ojos se deslizaban entre las líneas de nuestro chat.

Básicamente, él me pedía detalles acerca de la chica que ahora viviría con nosotros. Para su desgracia, sólo recordaba sus ojos porque apenas me dio tiempo a ver algo más de ella. Además de eso, algo que la acompañaba que me deshacía con violencia, me provocaba fiebre, unas erecciones de caballo además de taquicardias sumadas a oleadas de calor.

—Estoy jodido, muy jodido—maldije mientras que ponía los pies en el suelo. La luz en mi cuarto ya era muy potente, así que cerré las cortinas y aproveché para estirar la espalda.

Tenía que ducharme y estar lo más presentable posible. El agua fría me ayudaría con el calor, aunque ahora era soportable si lo comparaba con ayer. Mi estómago también me había dado una ligera tregua; quizás ella ahora no estaba en su cuarto y por eso mi cuerpo comenzaba a comportarse de nuevo como lo solía hacer. Por lo menos, disfrutaría de un poco de paz antes de lo que me esperaba.

Abrí la llave de paso, la del agua fría. Mi piel no sentía apenas esa temperatura, pero en este caso era para rebajar mi temperatura anormalmente alta. No di demasiados rodeos porque lo mejor era acabar con ese maldito desayuno cuanto antes.

Tras ponerme una toalla alrededor de la cintura, me di cuenta que no me había traído la ropa al baño como solía hacer. Gruñí de mal humor para volver a la habitación. De nuevo, el calor comenzaba a ascender, haciéndome sudar para mi desgracia.

Aquello comenzaba a serme un suplicio, y no tenía idea de cómo solucionarlo. Pensé en comentárselo a papá, pero estaba seguro que me vería como un bicho raro o lo normalizaría en exceso. Es decir, ninguna maldita solución.

Rebusqué entre mis calzoncillos mientras me secaba el sudor. Apenas me había servido la ducha porque de nuevo comenzaba a encontrarme como ayer. Con la otra mano, sujetaba a malas penas la toalla, que, a veces, se deslizaba más de la cuenta.

Por lo menos todos parecían encontrarse en el piso de abajo o entretenidos en sus habitaciones, así que nadie me vería el culo. Aunque ya se sabe lo que se dice: no desees demasiado fuerte las cosas, porque pueden volverse en tu contra.

Un portazo me hizo girar violentamente con el pulso disparado. A mis espaldas, ella estaba apoyada contra la pared, y yo observaba algo que me había provocado tres mil infartos en una décima de segundo. Si antes estaba caliente, ahora era una olla a presión.

Me encontraba en una profunda dualidad; acercarme a ella y pegar mi cuerpo al suyo o esfumarme dentro del baño para dejar de mirarla de aquella forma tan candente. Dios mío, estaba viéndole el trasero en unas...braguitas....

—Pero, ¿qué cojones? —fue lo único que pude decir con mi boca tan seca. Cuando ella se giró, su rostro impactó contra mí con tal fuerza que me hizo dar varios pasos atrás, provocando que mi toalla cayera al suelo y revelara...cosas que no quería mostrar.

Si sus ojos eran algo inolvidable, su rostro me dejaba sin respiración, sin coherencia y sin voluntad. Era el sueño de cualquier escritor de fantasía o artista que buscara una belleza natural imponente. Era una lástima que tuviese el pelo recogido, porque estaba seguro que estaría incluso más deliciosa con él suelto.

Kupari Lanka y los hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora