LA IRA DEL PRÍNCIPE DRAGÓN

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Suspiré en cuanto mis pies tocaron el suelo de Goldenclove. Desde la llegada de Elegy y mis descendientes, las cosas se habían animado y las fiestas habían comenzado a organizarse para agasajarlas tras su largo viaje, aun a pesar de las razones que las habían traído aquí. El olor a guerra inminente comenzaba a extenderse como una fina niebla que iba calando en nuestros huesos y nuestra voluntad. Quizás para humanos o criaturas como elfos oscuros, ese sentimiento no era tan fácilmente detectable, pero para alguien como yo, bastaba el aleteo de una mariposa para saber si venía una horda de caballos armados hasta los dientes.

Me senté en una colina de la montaña de Belbulnen, observando desde mi mullido colchón de hierba, las luces y la música que hacía eco entre los árboles y los muros de piedra que recogía Goldenclove. Me había preguntado muchas veces las razones por las que Eilam había elegido vivir un poco alejado de todos sus habitantes, pero nunca me contó su razón real. Aunque se había involucrado desde que era un niño en protegerlos, siempre mantenía una parte de él alejada de todos ellos, como si no deseara un vínculo profundo o se avergonzara de ser quién era. Que fuera el futuro rey de Magnártica no era secreto para nadie, y aunque había salvado la vida a los padres de su pareja de vínculo, realmente no era necesario que se quedara con ellos y con su pueblo. No les debía nada y aun así....

―Escamitas, eres un gran misterio para mí―dije en voz alta mientras pasaba las manos por la tierra mojada. Algunas flores brotaron a mi toque, enroscándose en mis dedos buscando la energía que brotaba de ellos. Cuando me dejaba llevar, dejaba estelas de vegetación a mi paso, cosa que para muchos les parecía hermoso pero la realidad es que podría llegar a ser peligroso.

Un bosque nació cuando di a luz a Elegy. De allí sólo quedaba tierra baldía, sin un solo gramo de humedad. Había sido la aldea de un viejo aquelarre de brujas y ni los cimientos habían quedado en pie ante un episodio sombrío que las había obligado a escapar de allí. Recuerdo que quería esconderme de la mirada del resto de dioses, ya que había ocultado mi abultado estómago con vestidos holgados y enredaderas que me envolvían el torso. Siempre había sido alguien excéntrica, por lo que no levanté sospechas de mi cambio de imagen.

Pero, si de algo se caracterizaban todos ellos, era una gran perspicacia y necesidad de venganza. Cuando me escondí en un lugar recóndito cuya magia aun brotaba de su tierra, supe que era el lugar correcto. Mi propio cuerpo me obligó a tumbarme, apoyando mi cabeza sobre una roca que, en instantes, se rodeó de musgo fragante. Varias lágrimas cayeron al suelo, desencadenando un enorme tapiz, el más grande que había creado hasta ahora. Para cuando Elegy dijo hola al mundo, aquellas tierras repiqueteaban, zumbaban magia y vida como hacía siglos no lo hacían.

Sin pretenderlo, había removido cosas que habían quedado allá y su magia latente despertó más fuerte que nunca, ocasionando que algunos dioses fueran a ver de dónde procedía ese extraño fenómeno. En cuanto vieron a la niña en mis brazos, supieron perfectamente lo que había sucedido.

Fui expulsada del cielo de los dioses, matando al que era el padre de mi hija y el amor más grande que tuve jamás. Quisieron matarlo frente a mí, pero no lo hicieron por el respeto que me guardaban al haber sido una diosa más que correcta con mis descendientes. En cuanto los ojos de varios se pusieron sobre Elegy, el miedo más atroz me atravesó como un rayo.

―Tu hija será maldita por el resto de su vida. Su vida será inmortal como una diosa, pero no disfrutará de las mieles de serlo. No heredará poder alguno, tan sólo la herencia de su padre mortal y una incapacidad de engendrar vida. De hecho, deberá ser una ejecutora, un arma destinada a proteger a tus descendientes, Rhiannon, y si te niegas, le quitaré la vida a tu hija y la posibilidad de una reencarnación.

Kupari Lanka y los hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora