GRIS

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Fuego, me estaba quemando sin necesidad de su presencia. La hierba debía ser fresca, agradable y suave, pero era como caminar entre brasas incandescentes. Era de noche, pero había una luz extraña a mi alrededor, tornando el cielo de colores azulados y purpúreos al igual que una acuarela.

Miré mis manos que ardían; sus palmas eran ligeramente violáceas, con puntos blancos luminosos al igual que si fueran estrellas. Mi palidez era tal que mis venas, blancas inmaculadas, resaltaban con facilidad.

Algo arrastraba por el suelo; me giré y pude observar mi vestido casi transparente, con cadenetas doradas cubiertas de cristales y medias lunas. Y revoloteando entre las hojas, mi pelo seguía mis pasos como un perro fiel. Me paré en seco y me puse a llorar, sujetando mi corazón que ahora galopaba con fuerza. Esa señal era la que me indicaba que le había encontrado, que mi destino estaba sellado sin poder ponerle remedio.

Pena y felicidad, ambas con una fuerza que quebrantaría cualquier alma, me golpearon angustiándome y provocándome profundas contradicciones. Por un lado, un compañero era algo más que una pareja en términos de cualquier persona a la que le preguntaras. Para nosotros, era parte de nuestra alma, algo irrompible y tu compañía más fiel hasta el final de tus días y más allá. Porque incluso en la muerte, siempre nos tocamos, el amor queda en nosotros como una hebra invisible y permanente.

Quería verle la cara y saber a quién buscar, pero había algo que quería saber por encima de todo ello, ¿podía renunciar a él y estar con otra persona? ¿y si su carácter distaba de ser amable o gentil? ¿y si no era lo que pensaba? ¿y si era todo lo que odiaba?

No pude avanzar más; mis pies se quedaron atrapados entre algunas raíces que se retorcían, algunas sobresaliendo, otras, escondidas entre las hojas y flores.

El lago brillaba con intensidad y cientos de luciérnagas revoloteaban ascendiendo hasta los cielos. Ante mi presencia, no se amedrentaron, sino que esperaban a que me acercara. La tierra tembló suavemente a modo de saludo, de reconocimiento. Me senté en una de las rocas por donde nacía una minúscula cascada cuyo rumor era una suave melodía que me reconfortaba. Cerré los ojos y suspiré; estaba en casa, estaba donde debía de estar.

El rumor del agua se convirtió en el sonido del motor de un coche. No estaba sentada en una húmeda roca sino en un mullido asiento cuyo olor reconocí al instante. Intenté incorporarme, pero el dolor de cabeza era muy intenso al igual que mi debilidad. Sólo pude ser capaz de levantar la vista y mirar por la ventanilla.

―Me alegro de que te despertaras. Ayer no te encontrabas en buena forma precisamente―dijo una voz que reconocía. Me giré levemente, encontrándome el rostro de Tidus completamente centrado en la carretera. La manta que me cubría se resbaló hasta mi regazo.

― ¿Dónde...? ―carraspeé con la boca seca. Mi garganta punzaba de dolor. Me llevé las manos al cuello tosiendo, intentando forzarme a hablar. La mano de mi hermano se depositó en mi costado.

―No debes forzarte, aun te encuentras débil. Deberías seguir durmiendo, aún nos queda viaje.

Con el corazón en un puño, me senté entre resoplidos y maldiciones. El paisaje había cambiado ligeramente y para cuando miré el GPS, todo mi cuerpo se sacudió de ira: no estábamos en Sottunga sino mucho más lejos. Habíamos entrado en Irlanda, por lo que nos encontrábamos bastante lejos del hogar de los Suominen.

Aun sintiéndola en carne viva, comencé a hablar.

― ¿Qué demonios te crees que haces? Maldito...―tosí varias veces, lagrimeando. Las manos me fueron al pecho y Tidus vaciló unos instantes, disminuyendo la velocidad. Se detuvo en el arcén de la carretera, sobándome la espalda y rebuscando una botella de agua en el asiento trasero. La acepté en silencio y lo miré completamente dolida y resentida. Él bajó la vista un tanto apenado, pero no se veía arrepentido de lo que había hecho.

―Quiero saberlo...quiero saber...por qué.

―Portia...por favor.

― ¡NO! ―le interrumpí. Intenté quitarme el cinturón de seguridad, pero él fue más rápido que yo, echándoseme encima. La pelea fue escalando a una intensidad mayor; ahora Tidus me miraba de una forma extraña, como nunca me había mirado.

―Podemos hacer esto por las buenas o por las malas, pero veo que ya has elegido.

Antes de mandarlo a la mierda, sus ojos comenzaron a tornarse distintos; su color verde se movía dentro de su pupila, como si fuese un líquido dentro de un recipiente de cristal. Me quedé congelada de miedo, ¿Qué está sucediendo?

―Lo siento, tuve que hacerlo―dijo antes de volver a su asiento y arrancar de nuevo el coche. Intenté tomar de nuevo el cinturón para quitármelo, pero mis manos se encontraban juntas como si una soga se encontrara alrededor de mis muñecas. Lo miré con lágrimas corriendo por mis mejillas, con un odio que retumbaba mi pecho; no le reconocía. Este hombre delante de mí no era el hermano con el que me había criado, con el que había sido feliz y cuyas peleas se solventaban en cuestión de unas pocas horas a lo sumo. No éramos espíritus completamente afines, pero ambos nos respetábamos mucho, nos protegíamos el uno al otro y sí, había un amor incondicional e irrompible.

Aunque a veces fuera el peor grano en el culo, yo era capaz de dar la vida por él.

Y era por eso que lloraba desconsolada a la vez que lo insultaba. Ni la tos ni el dolor me impedían decirle todo lo que pensaba. Había pasado olímpicamente de mis sentimientos, de mis pensamientos o necesidades, secuestrándome de la casa donde primeramente me mandaron obligatoriamente. Y ahora que justo comenzaba a tomarles cariño, a unos más que a otros, él decidía por su propia cuenta lo que tenía que hacer.

Y para colmo, apenas recordaba nada más aparte del baño. Hubo un momento en el que creí caer dormida y fue entonces cuando me desperté en el coche. De nuevo, lagunas en mi mente, vacíos en mi memoria en cuestión de poco tiempo y una sensación de que había dejado de ser yo misma. No me conocía ni a mí ni al hombre que tenía sentado a mi lado, el cual estaba recibiendo todas mis duras palabras sin apenas pestañear. Al ver que no decía nada y que no le afectaba, me callé repentinamente sin dejar de mirarle. Sonrió ligeramente.

―Veo que te cansaste por fin. Ya era hora, estaba comenzando a ser un maldito fastidio.

― ¿Cómo quieres que reaccione si mi propio hermano me ha secuestrado en medio de la noche? ¿quieres que te dé alguna medalla o un beso de agradecimiento?

Una sonrisa seductora apareció en su boca, entrecerrando sus ojos. La energía de Tidus estaba oscilando a mi alrededor y un pálpito extraño me atravesó el pecho; algo estaba pasando.

Algo sentía...algo no estaba bien.

―Bueno querida, no me opondría nunca a un beso tuyo.

Y ante mis ojos, el cabello rojizo de mi hermano fue cambiando a una melena rizada del color del más frío metal. Su rostro...no era el de Tidus.

No era mi hermano y estaba en su coche.

Kupari Lanka y los hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora