VUELA,PEQUEÑA ELFA

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Soñé con el cielo nocturno, con una enorme luna que iluminaba mis pasos en un bosque profundo como la boca de un lobo. El tintineo de las campanitas de mi recogido, era el único sonido que existía junto con el ulular de los búhos y el crujir de mis pasos en la maleza.

No había nieve, tan solo un espeso verdor fresco que refrescaban mis pies descalzos. Una alegría me hizo girar, danzar solitariamente por ese lugar que no reconocía con exactitud; era semejante a los bosques aledaños al territorio de la Comunidad, aunque con algunas diferencias.

Reía, me tropezaba y caía al suelo, pero no me hacía daño; era inmune a las piedrecitas o a las ramas que intentaban clavarse en mi piel. Mi vestido ondeaba con mis pasos, unos pasos que comenzaron a ser tan rápido que no eran humanos. Mi risa dejó de ser tierna; era profunda, aunque melodiosa. No me reconocía, había algo en mí que era distinto.

Mis pies se despegaron del suelo; continuaba riéndome, danzando ahora en el aire junto con las estrellas. Las aves nocturnas alzaron el vuelo junto a mí, quedando solo las siluetas de ellas alejándose a través de la noche. Continuaba volando y...comencé a brillar.

Mis manos, mis brazos; todos los lunares de mi cuerpo ahora tenían luz propia. Al ser de piel pecosa, mi luz era tal que no necesitaba la de la luna para caminar o volar en la noche por donde deseara. Conocía cada palmo, cada aspiración de oxígeno y, sin embargo, no podía recordarlo con exactitud. Me movían las sensaciones y los impulsos por encima de cualquier recuerdo.

Susurro de agua, de un riachuelo; el ambiente huele a humedad dulce. Desciendo lentamente, donde alguien me espera sentado en las rocas. Su oscuridad es mucho mayor que la de la propia noche, pero su sonrisa puede verse brillar ahí, oculto.

No siento miedo, no hay peligro en ese ser que me espera. Pero su energía, las oleadas de poder que ondean desde su lugar hasta el mío, chocan violentamente, asegurándome que él era una bestia capaz de destrozarme con un leve pestañeo, pero que deseaba protegerme más que destruirme.

El fuego no era nada, ni una sola de las llamas que he visto en mi vida se asemejaba a ese crepitar de infierno que aguardaba en esos ojos incandescentes. No andaba, se deslizaba con las sombras, cantando y susurrando palabras inteligibles dirigidas a mí. Exhalaciones profundas salían de su boca, provocando mil suspiros en mi pecho, sobre todo, cuando me alcanzó, colocándose tras de mí.

No me dejó girarme, sino que depositó su boca en mi cuello, mordisqueándolo, saboreándome como si el tiempo fuera un parámetro que no nos afectara. Sonreía más ampliamente a la vez que me sujetaba a malas penas contra su amplio pecho.

Su brazo me agarró con fuerza para evitar que cayera, creando una prisión de músculos y aroma a noche que me embriagaba como el mejor de los vinos. Al igual que yo, su piel, en concreto, el tatuaje de su antebrazo, brillaba con una luz oscura, como si lava negra reptara desde su interior.

Me convertí en gelatina cuando una de sus manos estrujó uno de mis pechos, y su boca atormentó con más pasión a mi cuello completamente erizado y sensible. Para cuando pensaba que no podía ser más intenso, me agarró con más fuerza, hundiendo sus colmillos en mi carne. El alarido no fue de dolor, sino por el rayo que me partió el cuerpo, por el choque de energía que me hizo brillas aún más. Me había fragmentado en cientos de estrellas y él era el cielo negro donde quedaba suspendida en el más absoluto placer.

Divino, no podía ser de otra forma. No éramos humanos, sino una especie de animales, los más poderosos de la cadena alimenticia. Y nos regocijábamos en esa conexión, en esas oleadas de energía que nos asalvajaba a cada instante que nuestra piel se buscaba, se rozaba y se probaba. Mis palabras apenas eran coherentes y no comprendía bien ese extraño, ¿idioma? Tan sólo algunas palabras.

Kupari Lanka y los hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora