SENTENCIA PERMANENTE

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Nadie sabe su nombre, pero todos conocen su sombra. El susurro de su guadaña cuando corta un alma descarriada que desea coleccionar, modelar y transformar a su gusto. Nadie sabe cómo puede saberlo todo, pero así es. El Director de la Academia bien podría ser un Dios oscuro, tanto que la propia muerte podría llegar a arrodillarse ante él.

Nada más poner un pie fuera de mi dormitorio, aquella maldita arquitectura que se había grabado a fuego en mi mente infantil, se desplegaba ante el sol de la mañana que danzaba y jugaba alrededor de las columnas, frisos y diversas plantas que adornaban los maceteros dispuestos a lo largo de las paredes de los pasillos. A diferencia de lo que uno pensara, los vampiros más antiguos les tenían cierto gusto a las nuevas tecnologías. Las facilidades que otorgaban, los asombraban, y estudiaban cualquier avance que pudiera ser usado a su favor. En el caso de la Academia, había una cierta restricción para evitar que nos comunicásemos con el exterior o cuadrar nuestra posición para así que alguien lograra localizar dónde realmente se encontraba el edificio.

Por supuesto, no tenía mi teléfono en mi poder ni tampoco acceso a internet, por lo que mi estancia sería aun más aburrida y exasperante al intentar trazar una estrategia de escape. Resoplé mientras que la joven doncella me guiaba por un lugar que ya me sabía de memoria, por lo que tenía ganas de decirle que se largara, que conocía bien el camino. Iba a hacerlo, estaba a punto de hacerlo, pero vi como sus manos temblaban ligeramente y aquello me enfrió el alma. No podía ser cruel, a saber cuántos castigos había sufrido por culpa del director, así que agaché la cabeza en silencio y caminé lo más rápido posible para seguir el ritmo.

Antes de detenernos en la puerta de su despacho, la joven frenó en seco para girarse hacia mí. Poseía una fragilidad tan elevada que casi parecía ser capaz de romperse. Era más un autómata que un ser viviente, cosa de la que estaba seguro que el Director tenía que ver.

―Señor Suominen, el señor Director estará ausente por unos minutos. Me ha rogado que, aun así, lo espere dentro con la mayor discreción que pueda. Y que, mientras tanto, tome el cuestionario que se encuentra encima de su escritorio para que comience a rellenarlo y sepa las normas que debe acatar a partir de ahora.

―Sé perfectamente las normas, no es la primera vez que estoy aquí.

Quizás sonó demasiado brusco, pero ella no se amedrentó. Estoica y extremadamente educada, hizo una venia sutil a modo de disculpa. Su voz no temblaba en absoluto, a diferencia de sus manos, que las escondía dentro de sus mangas para evitar que pudiera ver su temblequeo.

―Lo siento señor, pero las normas han cambiado a lo largo de los años. Acontecimientos anteriores han obligado al Director a tomar medidas más especiales para que la enseñanza aquí sea satisfactoria. Le ruego que eche un vistazo a las nuevas normas y que espere pacíficamente la llegada de nuestro Director. Le deseo buen día y principio de estancia, señor Suominen.

Sin mediar más palabras, se marchó rápidamente dejándome solo en aquel pasillo cuyo silencio era incluso superior al de cualquier cementerio. Pensé en la oportunidad de poder meter las narices un poco en el despacho de ese desgraciado, así que no dudé en entrar.

El lugar estaba exactamente como lo recordaba: el cuadro del grito de Munch presidiendo al fondo, justo encima del escritorio de madera de palo rosa, una variedad extremadamente cara y valiosa acorde a su estatus de enfermo enterrado por riquezas inimaginables. El suelo, de mármol negro, estaba tan pulido que se parecía más a un espejo y, si no tenías cuidado, podías resbalarte. Varias otomanas estaban distribuidas tanto por el recibidor como en la estancia del escritorio, donde el Director trabajaba más que descansaba. Las luces que iluminaban la habitación provenían de velas y cirios colocados tanto en el escritorio como en diversas estanterías y mesitas de café.

Kupari Lanka y los hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora