Lo primero que hicieron conmigo nada más subirme en aquel coche de cristales tintados fue inyectarme sangre con algo más que nunca supe de que se trataba, pero que me hizo dormir hasta el maldito día siguiente. Para cuando la luz me perforó los párpados, el gruñido que salió de mi boca fue transformado en una especie de mutismo al darme cuenta dónde me encontraba: La Academia. Incluso todos los años que pasaron, en ese preciso instante, volvieron a mí con la misma frescura como si hubiera sucedido ayer mismo.
Algo dentro de mí se rompió; si había vuelto, es que algo había hecho que era penado por la sociedad vampírica. Y los que se encontraban en el escalafón más alto, nunca tuvieron fama de indulgentes.
Como si supieran lo mucho que me dolía, me dieron la misma habitación que me asignaron cuando era un niño y fui arrancado de los brazos de mis padres. Por fortuna, mi hermano Ákseli ingresó poco tiempo después, por lo que nos hicimos compañía los primeros años hasta que él comenzó a distanciarse y adentrarse en los libros más que en las relaciones personales. Nunca me dijo la verdad de ese cambio y, si soy sincero, aun guardaba la esperanza que un día lo hiciera. Y ahora, casi veinte años después, miraba las mismas paredes, las mismas tablas de madera que ahora tenían un tono más oscuro por la humedad del ambiente. Una de las zonas la mantuvieron exactamente igual pero la otra, la cercana a la cama, había sido modernizada y acondicionada para un adulto. Los juguetes aun seguían en sus cajas, esperando al Rainer asustado que lloraba día y noche por sus padres, que no comprendía las razones por las que, con apenas tres años, se encontraba en un lugar plagado de niños como él y adultos que lo analizaban como si de un monstruo se tratase. Y así fue hasta que me hice el hombre que soy y cumplí con el programa que ellos habían diseñado para mí: en cuanto mostré mis habilidades y las pulí hasta el nivel que ellos me indicaron, fui libre y volví con los míos tan rápido como me permitieron. Tuve que hacer el viaje de vuelta en compañía del director, el cual parecía incluso afligido por mi marcha: ya no iba a tener su saco de boxeo preferido con el que desquitarse.
Mi cuerpo no me dejaba abandonar esas mantas bordadas que podría tener cualquier familia adinerada, porque eso significaba tener que enfrentarme dónde estaba y lo que había hecho. Ni siquiera me dieron algo con el que medir el tiempo o algún calendario para saber en qué día me encontraba. Para seres inmortales como nosotros, el tiempo era una variable que difícilmente sentimos en nuestros huesos. Para los humanos, es una carrera contrarreloj para conseguir tachar todos los hitos de la enorme lista que se marcan, pero para nosotros, no hay prisa. ¿estudios? podíamos estar diez años sabáticos y luego retomarlos. ¿parejas? técnicamente los vampiros sólo toman una pareja, pero no todos siguen ese tipo de moralidad. Los hay que viven de la forma que desean y lejos de las garras de los miembros de La Academia. Esos rebeldes, que son como se les llaman, generalmente, se dice que van como en manadas y se mueven cada cierto tiempo para no ser descubiertos. En alguna ocasión durante mi estancia, alguno de ellos fue atrapado, pero siempre lograba escapar sin ser visto. La pregunta que siempre me había hecho era, ¿cómo podía ser si nadie conocía la localización exacta?
Me acuerdo de uno de ellos, de un hombre rubio con un lateral de su cabeza rapado. Un enorme tatuaje le cubría esa zona, con algo semejante a un zorro enroscado mordiendo una manzana. Apenas pude cruzar palabras con él, pero algo cambió en mí. Comencé a preguntarme cómo sería ser libre, que mi familia no tuviera que preocuparse por dar unas apariencias que no son, esconder las enfermedades mentales de los nuestros, como ocurría con mi madre, como si se tratase del mayor de los pecados. Pero la realidad es que no tenía forma de llegar a ese grupo y nadie sabía dónde podrían encontrarse.
―Señorito Suominen, debe de ponerse en marcha. El director desea verlo para encomendarle las tareas de hoy―dijo una voz en la puerta del dormitorio. Un leve golpeteo y un silencio, era la señal de que esperaba mi contestación para poder ingresar al interior. Con un carraspeo, la mujer entró tan sonriente que se me hacía artificial, abriendo el armario y disponiendo sobre la cama, un conjunto de chaqueta terciopelo verde oscuro, con una camisa tan blanca y almidonada que tenía mis serias dudas acerca de poder entrar ahí. Todo ello, quedaba coronado con unos zapatos de vestir bien pulidos de color negro y un brazalete de plata que había dejado cuidadosamente la señora del servicio cobre el cuello de la camisa. Con una reverencia, se retiró para que pudiera cambiarme, prometiéndome volver a por mí dentro de unos veinte minutos como máximo.
Observando los lujos que me rodeaban, cualquiera que me viera en esos precisos instantes, me querría cortar las pelotas por quejarme ante toda esa comodidad de la que no todos tenían acceso, pero creedme cuando digo que todo este oro en realidad era mierda cubierta de pintura dorada. Las apariencias eran la bandera de La Academia y todos sus alumnos debían de ser ejemplares, casi robóticos y obedecer en todo lo que se les dice. Tampoco se permite la transformación, por lo que debemos mantenernos en nuestra forma humana siempre, ya que es algo necesario de entrenar para convivir entre humanos.
Pienso en Portia, en cómo debe de estar. Me llevo las manos a la cabeza, tomando mechones de mi pelo que se comienzan a escapar de mi coleta y comienzo a llorar, en un completo silencio, sentado delante de aquel uniforme que simbolizaba la soledad, el estar apartado de las personas que amo.
Pero como dije, algo se rompió dentro de mí ese día en el que aquel rebelde me miró. Ahora reconocía ese fuego, esa misma mirada era la que me devolvía el reflejo de esos zapatos de charol tan brillantes. La determinación de que ésta sería la última vez que tanto yo como los míos, fueran encerrados bajo un tumulto de normas estúpidas. Fueron el recuerdo esos ojos los que me dieron el coraje, la valentía de luchar por ella, de enfrentar lo que fuera necesario para estar con Portia. La quería, había comenzado a quererla y yo lo sabía, lo sentía en cada maldita parcela de mi piel. Y por cada día que la quería, más me costaba no volver a mi forma vampírica.
Supe que, si aceptaba vivir esa vida, debía unirme a los rebeldes, a viajar por cualquier lugar de la mano de ella, si es que ella lo aceptaba también. Era la única forma de escapar de las garras de La Academia, del yugo de la naturaleza real de los vampiros, ¿por qué no fundar ciudades donde sólo haya vampiros? ¿por qué toda esa mierda de convivir con humanos, porque son nuestro maldito sustento? Me parecía de un cinismo increíble no alimentarnos directamente de humanos, pero sí tomar sangre humana de bancos de sangre que son necesarios para las transfusiones que logran salvar cientos de vidas.
Resoplé frustrado; no tenía sentido darle vueltas a lo que me parecía todo esto. Si quería largarme de allí, tendría que pasar desapercibido y estudiar a fondo dónde me encontraba. No era un niño, era un adulto con ansias de libertad y unas enormes ganas de destrozar los cimientos de este edificio de vampiros pijos.
Así que me puse aquel traje que olía a dinero y poder, colocándomelo ceremoniosamente sin dejar de mostrar mis enormes dientes de vampiro. Me permití aflojar un poco mi concentración, para ver por última vez mi rostro como realmente era. Me di el permiso de dejar volar la mente al primer día que la vi, que la desee con una fuerza que nunca creí que albergaría en mi piel. Sonreí por última vez, porque una vez que entras en La Academia, tu felicidad queda atrás.
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Kupari Lanka y los hilos del destino
FantasyADVERTENCIA: Este libro puede contener escenas sexuales altamente explícitas además de escenas de gran crueldad. No recomendable para menores de 18 años o personas impresionables. Como medida de no desaparecer, cada año, algunas de nosotras, queram...