CAPÍTULO 86

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    El lugar acordado fue una cafetería pequeña, de barrio, a la que acudían, solamente, los mismos parroquianos de cada tarde, Ana, vestida de blanco y rojo copió a Joaquín y pidió un cortado doble, de haber preferido, hubiera elegido café con crema, pero recordó una de sus primeras citas con Víctor, en la cual un poco de crema, traviesa, había decidido adornar la punta de su nariz cual montaña nevada, motivo suficiente para cambiar su decisión, a veces cavilaba y se preguntaba por qué seguía siendo tan insegura, si celebraba la actitud de desenvolvimiento y seguridad plena de los demás de ser, actuar, pensar y sentir lo que quisieran, sin restricciones, sin miedos, sin prejuicios, pero así era ella y, aunque intentara camuflarlas, sus inseguridades vivían y vivirían en ella hasta que dejara de respirar.

   Ni bien llegó la camarera con los pedidos, Ana se preguntó si deberían haber esperado a que llegase su cita, sin embargo, como si lo hubiera llamado con el pensamiento, ingresó al local, ni bien terminó su reflexión. Se trataba de un hombre de alta estatura, mediana edad, no vestía con piloto beige ni sombrero color habano como los detectives de las novelas policiales, un estilo más casual cubría su delgada figura.

—¡Señor Olivera, por acá! —saludó Joaquín como si el visitante no se hubiera percatado.

Tras un apretón de manos, su jefe la presentó como su compañera de trabajo, su colega.

—Ana, ¿no? —Una voz cavernosa era la dueña del hidalgo de la triste figura de nuestros tiempos.

El detective pidió solo un café. Ana no podía apartar la vista de la torta de dulce de leche y frutillas que había pedido Joaquín, estaba para comérsela, aunque sea, con la mirada, así que decidió que invitaría a Lucía a merendar al mismo lugar, por el simple hecho de devorarla sin piedad. A la torta.

—Ella es la chica de quien te hablé —retomó Joaquín.

El delgado sujeto la examinó con la mirada para luego tomar un sorbo de su café, al cual estaba casi segura de que apenas había endulzado.

—Estoy escribiendo una novela, soy escritora —aclaró—, me interesó el caso de Verónica Warren y...

El detective dejó el café en la mesa y volvió a mirarla, ella también permaneció inmóvil mirándolo, por consiguiente, fue Joaquín quien retomó la conversación.

—Ella acudió a mí porque necesitaba más material acerca del caso y, bueno, el recorte...

El jefe de Ana estaba entorpeciendo la comunicación, hablando a la vez del recorte del diario, del periódico nunca editado, de sus deseos frustrados de convertirse en criminólogo, del temor a que sus hijas salieran solas y una serie, inconclusa, de palabrerío sin sentido.

—Para ser una simple empleada aspirante a escritora, sos muy curiosa, ¿no es que los escritores inventan todo lo que escriben?, ¿acaso esa no es la idea de ficción?

—No todo lo que se escribe es ficción, señor Olivera.

—¿Acaso buscas escribir una crónica, un informe...?

—No —sentenció Ana—. Busco escribir una novela basada en hechos reales, para esto necesito su ayuda, sé que investigó el caso, que estuvo cerca del colegio.

—¿Por qué no escribís ficción? Creeme que no encontrarás nada, por eso se cerró el caso.

—Es que tengo recopilados ciertos datos que...

—¿Qué es lo que buscás? —interrumpió— Andá directo al grano.

—Saber en dónde está Verónica Warren.

—Creí que habías dicho que eras escritora.

Ana notó al invitado un tanto a la defensiva, por lo tanto, decidió dejarle anotado su número de teléfono, tras pedirle, encarecidamente, que se comunicara con ella en cuanto pudiera, el objetivo no era transformar la reunión en un interrogatorio incómodo. La situación la remontó a su primera cita con Juan, aunque ella no la haya llamado de esa manera, se había sentido ninguneada hacia el final de la misma y, era probable que ahora le estuviera pasando lo mismo.

—Soy escritora, trabajo en la editorial dirigida por Joaquín Morales, de casualidad ese periódico llegó a mis manos y con él, el recorte del informe policial. No busco reabrir ningún caso, simplemente necesito algo de información para continuar con mi novela.

—¿Por qué me buscaste a mí? —indagó con una mueca inmutable —¿Por qué no buscaste datos en el colegio?

—Ya lo hice.

Antes de que pudiera finalizar, Manuel Olivera se levantó, pagó su consumición, saludó a los allí presentes y pidió disculpas por no haber podido contribuir.

—Más no puedo hacer, Ana. —Se lamentó Joaquín.

—No te preocupes, creo que tendré que buscar por otro lado, y creo saber dónde.

LA DESAPARICIÓN DE VERÓNICA WARRENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora