CAPÍTULO 77

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    Ana se soltó el cabello, para luego, inmediatamente, peinarlo en un rodete, volvió a soltarlo, se miró en el espejo por quincuagésima vez, retocó su maquillaje, tomó una toallita húmeda y se quitó, sin prisa, el lápiz labial rojo, no se hallaba con él, no podía decidirse si realmente le sentaba bien o si parecía un payaso deprimente extraviado del circo. Peinó su cabello con sus dedos, no era tan largo ni sedoso como el de Natalia, ni siquiera el maquillaje oscuro le quedaba bien, parecía un muerto en vida, cuando la otra semejaba ser una actriz dramática del cine mudo, pero ella estaba muerta, y solo eso pudo reconfortarla. Aún seguía latente, tan muerta pero tan viva a la vez, porque nunca se iría del todo, pues Natalia, se había transformado en su demonio interno, en su voz punzante de la conciencia, en aquel reflejo perfecto, Natalia había desatado su venganza.

   No recordaba cuánto tiempo atrás había tenido una cita, después de dejar a Víctor para mudarse a la ciudad, había salido con dos muchachos solamente, pero ninguno colmó sus expectativas, quizá ella era muy exigente o, tal vez, ninguno era igual a Víctor. Se estaba dando una nueva oportunidad de volver a creer en el amor. De repente, detuvo sus pensamientos, sacudió la cabeza y se miró fríamente en el espejo ¿Amor? No, ya no creía en el amor, ni volvería a creer, porque el amor duele y traiciona, porque el amor, maquiavélico y frío, fragua su cruel estrategia para dejar que solo unos ingenuos entusiastas se enreden en sus hilos mortales y confusos, destinados a morir enamorados o a amar hasta la muerte. Juan no era eso, no significaba eso, no era ni sería un amor, su amor, ella no estaba destinada a amar, o al menos eso creía. Finalmente, se decidió por llevar el cabello suelto, un maquillaje suave y un vestido negro.


   Juan frecuentaba lugares más simples, alejado totalmente de lo fino y suntuoso, luego de haber rechazado su invitación a cenar, salieron a un bar pequeño y oscuro, Ana odiaba que la observasen comer, pese a que Lucía solía evitar el término odiar por tratarse de una palabra muy extremista o muy fuerte, como la consideraba ella, Ana no estaba de acuerdo, pues ella odiaba, sí, odiaba muchas situaciones y actitudes, incluso llegó a odiar a personas, sí, odiar, odiar nunca había significado un peso para ella, pues Ana odiaba y odiaba con intensidad. Ni bien se decidieron por ingresar al bar, recordó que no bebía, aun así, aquello no significaba impedimento para conocer más en profundidad a su cita. Juan tomó, quizá de más, quizá de menos, no sabía con exactitud cuántas cervezas bastaban para volarle a uno la cabeza, el alcohol nunca había sido de su agrado y detestaba a la gente que le preguntaba si no tomaba debido a una cuestión religiosa o de salud ¿Acaso debe uno someterse obligatoriamente al agrado de beber?

—Necesito preguntarte algo.

Ana disuadió el tema del que venían conversando tan gratamente, Juan era muy divertido, y eso significaba un punto a su favor, pues no muchas personas la hacían reír con facilidad, también era muy ubicado, y tan agradable a la vista. Aquel muchacho de pelo oscuro y cejas espesas, le contó, entre otras cosas, acerca de la muerte de su abuela, según sus propias palabras, no habían sido muy unidos, a pesar de ser el único nieto y estar bajo su tutela. Su madre los había abandonado cuando él era un niño, y su padre apenas se había recuperado de aquel cruel abandono, por lo tanto, su abuela se había encargado de criarlo mientras su padre trabajaba incesantemente. Ni siquiera su muerte los había acercado, por el contrario, si antes mantenían una relación, rompieron su vínculo tras el deceso del que los anhelaba juntos. Revolviendo el pasado, Ana encontró propicio indagarle acerca de las últimas palabras que oyó de su abuela antes de desvanecerse a causa de la intoxicación, basándose en lo sucedido, la mujer había completado la pregunta de Ana, era evidente que había conocido a Verónica Warren.

—No, no sé quién es Verónica Warren.

—Creo que tu abuela la conoció, porque estuvimos hablando de ella, la última vez que la vi.

—¿Y eso cuándo fue?

Los ojos de Ana se abrieron de par en par ¿Qué debería contestarle, que tuvo una conexión con el espíritu de su abuela?

Lo vio encender un cigarrillo y encontró placentero verlo fumar mientras esperaba, pacientemente, su respuesta.

—Hace unos años ya, no recuerdo con exactitud.

—Pero Ana —interrumpió—, me dijiste que hacía relativamente poco trabajabas en el colegio.

—Sí, es que...

Silencio. Ana bajó la mirada, ya no sabía qué responder, se sentía acorralada. Así transcurrió la noche, sin atreverse a volver a mirarlo a los ojos.

   Caminaron juntos hasta llegar al departamento donde vivía Ana, él le ofreció su brazo para que ella lo tomase, no estaba enojado, era evidente, pues las mentiras se habían acabado, y sentía que era momento para aclarar todo, y decirle de una vez quién era realmente. Lo invitó a ingresar, allí le contaría todo por lo que estaba pasando, quizá necesitara a alguien en quien confiar, al fin y al cabo, más allá de que la tratase de loca o de embustera, no distaba mucho de convertirse en aquello.

Ambos subieron por el ascensor en silencio, y, ni bien lo hizo pasar, lo miró, era hora de dejar escapar la verdad, y fue en ese momento cuando sintió sus labios en los suyos, y, no le importó, no quiso despegarlos, decidió permanecer así, de labios sellados en un beso eterno, apasionado y de ese amor frenético, dejaron que la noche decida su suerte, siendo la luna el único testigo de su arrebatada pasión. 

LA DESAPARICIÓN DE VERÓNICA WARRENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora