CAPÍTULO 82

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    Imágenes difusas comenzaron a acechar su mente, podía verse, con su ropa y su cabello empapados a causa del torrente de lluvia, con las botamangas de los jeans embarradas, corriendo al compás de los latidos de su corazón, corriendo como en cámara lenta, mientras sus mechones caían pausadamente, a medida que las gotas de lluvia besaban el suelo. Corría, no sabía hacia dónde ni contra quién, pero corría, y en su trayecto, por el lado contrario podía visualizar un grupo de personas reunidas, algunas sollozando, otras, simplemente bajando la mirada y, una vez allí, detuvo su marcha frente a la convención humana, rostros conocidos dijeron presente, su madre cubría con ambas manos su rostro mientras los brazos protectores de su padre la envolvían, fue capaz de ver a su jefe Joaquín meneando la cabeza mientras escuchaba los murmullos de sus compañeros de trabajo. Una angustiada Lucía calmaba los llantos incesantes de la jovencita de piel de porcelana y Juan, era uno de los que dirigía su mirada hacia el suelo en un exitoso intento de no derramar ninguna lágrima. Ana se abrió paso entre la multitud para encontrar lo que suponía, su cuerpo sin vida yaciendo en el césped, pues se había convertido en una de las tantas víctimas del bosque. Se mantuvo quieta, sin mover un solo músculo, apenas respirando. De a poco, todos se iban marchando, uno por uno, hasta dejarlo solo a un muchacho con mirada taciturna, quien se acercó hacia la que alguna vez había sido la dueña de su corazón y se despidió de ella con un beso en la frente. Ana no pudo evitar desprender algunas lágrimas a medida que lo veía alejarse. Continuaba así, petrificada, sin saber cómo seguir, mirándola, mirándose, no había desesperación en su alma, solo calma, como si supiera de antemano que ese era su inevitable destino, el protagonista de su historia la había conducido hacia su inminente deceso, la había condenado a vivir en él para siempre. Así, paralizada, no se sintió sola, pues sus dedos permitieron la visita de otros dedos, y de manos juntas y cruzadas, la miró, herida, pero por primera vez sonriente, sus miradas se encontraron y comprendieron que ya no volverían a caminar solas.

  Abrió los ojos de par en par, sobresaltada, se tomó la cabeza y dirigió, luego, ambas manos alrededor de su cuello, aún las cervicales le crujían, si bien desde siempre había sufrido dolores cervicales, producto del desprendimiento de una vértebra, del estrés y de la desidia por visitar un masajista, pese a los constantes consejos de su madre y sus amigos tras oír su cuerpo crujiente. Bajó del auto y, un poco tambaleante, se dirigió al colegio, pero esta vez a la parte trasera, al jardín, prolijamente ordenado, hermosamente aromatizado. Ingresó a una pequeña caseta que se ubicaba en un rincón del mismo, varias herramientas colgaban en la pared, tijeras de todo tipo y tamaño, una podadora reposaba a un costado y, los guantes de podar la estremecieron por completo hasta helarle el tuétano. El dueño de sus pesadillas infantiles se hizo eco en el instante en el que se remontó al pasado, aquel condenado a perecer en el fuego una vez que se hubo descubierto sus atroces crímenes y que, por una venganza consecuente, acecharía a los hijos de sus justicieros donde no podrían protegerlos, en sus sueños. No recordaba cuántas veces había visto los avances de esas tantas precuelas y secuelas sin atreverse, jamás, a mirarla completa, aunque, a raíz de lo vivido, se sentía más que preparada.

  Un hombre ingresó con un trapo húmedo y, al notar a la visitante, lo dejó sobre un recipiente lleno de agua.

—Yo te conozco —resaltó de pronto—, estuviste el otro día charlando conmigo... Eva, ¿puede ser?

Ana reconoció enseguida al jardinero misterioso, notó que estaba demasiado abrigado por tratarse de una cálida tarde otoñal. Supo entonces que no habría, quizá, una segunda oportunidad para volver a indagarlo, así que debería aprovechar el tiempo al máximo.

—Sí, esa misma, —rectificó.

—Así que trabajás acá y nunca nos habíamos cruzado.

—Es que jamás vine hacia estos lados, solo veía el jardín por la ventana, si es que me asomaba en algún momento.

—Sentate, charlemos un rato, el otro día fui muy grosero con vos, es que no suelo frecuentar a la gente que trabaja acá, ¿sabés? —explicó brindándole una taza de café.

—¿Y eso a qué se debe?

—Prefiero venir y realizar mis tareas cotidianas, los amigos los tengo en mi barrio, no acá.

—¿Ha notado algo inusual en el manejo del instituto?

De pronto, Ana notó que el café que se encontraba degustando, era por demás de delicioso, así que al instante se lo hizo saber, a quien lo había preparado.

—Le pongo siempre un toque de canela, pero el secreto es batirlo bien.

Pecó de ingenua, pues ahora no sabía cómo volver a la pregunta anteriormente formulada, un comentario bastante torpe parecía dejarla fuera de juego. Tomó su celular y advirtió que tenía un mensaje de Joaquín, ansiosa por leerlo, prefirió guardarlo en su bolsillo, y, luego de terminar el café, retomar la conversación.

—Me dijo que hace un tiempo trabajaba acá, ¿no ha notado nada extraño?

—No sé a qué te referís con "extraño".

—Malos tratos —Prefirió omitir el detalle de la desaparición y presencias fantasmales.

—Bueno, eso no sería extraño, en muchas instituciones como esta, suelen ser un poco crueles con el trato hacia las internas, los pacientes. De todas maneras —sentenció— no estoy en condiciones de juzgar a nadie, he cometido muchos errores en mi vida, ¿sabés?

—Yo también —respondió tras un largo silencio.

El hombre vestido con un abrigo negro, decidió confesarle que hacía unos cuantos años trabajaba allí, que el destino lo condujo hacia las puertas de Torres de marfil cuando había sido despedido junto a unos cuantos compañeros, de la pequeña empresa en la que trabajaba, databa plena crisis del 2001, Ana durante esa época, se encontraba transitando la infancia y, si bien, estaba al tanto de que a su familia también la había golpeado duro, se encontraba un poco ajena a la realidad, pese a que sus padres vivían pegados al televisor sacando cuentas y nombrando, frecuentemente, la palabra "Corralito".

  Ernesto, así se llamaba, le comentó que golpeó las puertas de la institución, ya desesperado, vendiéndose al mejor postor, sacando a la luz sus talentos y aptitudes. Tras una breve entrevista con la directora del lugar, obtuvo el puesto de jardinero.

—Me he encontrado con la particularidad de no cruzarme nunca, ni siquiera por azar, a las chicas —retomó, quizá a la fuerza, la conversación.

—¿Y si no son más que sombras y la única habitante sos vos? —Al notar que su visitante permanecía inmóvil y en silencio, decidió proseguir —. Estoy tratando de hacerte reír.

Tras una comprometida risa, le preguntó si había tenido el agrado de conocerlas.

—El agrado no —Se levantó desde donde estaba y condujo a Ana hasta la salida—, la oportunidad sí.

LA DESAPARICIÓN DE VERÓNICA WARRENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora