CAPÍTULO 90

17 8 7
                                    


    Entre cavilaciones, entre incertidumbres, se topó con quien no quería, con quien prefería evitar tras haber salido de la casa del informante que le supo sacar la venda de los ojos. Juan, el ingrato, el hijo que abandonó a su abuela y madre, allí parado, viéndola caminar, quizá sin quererlo, hacia él, con su semblante apagado, su cabello recogido, sus sandalias algo polvosas. Caminaba, a su inevitable encuentro, y él, parado, sin mover un solo músculo, con sus manos en los bolsillos, pretendiendo saber qué significaba aquel gesto, a qué iba a encaminarse, la inminente respuesta que desacomodaría sus expectativas.

—Hola Ana —atinó a decir con sequedad.

—Estoy apurada —contestó sin siquiera mirarlo.

Ana se dirigía al sitio donde había estacionado su coche, esa misma noche había quedado con Lucía para cenar juntas en su departamento, pero una mano apretó su brazo.

—¿Qué te está pasando? Hablame, al menos mirame.

Ana depositó su mirada en la de él, le gustaban tanto sus cejas, sus ojos...

—Estoy apurada Juan, no tengo tiempo.

"Nunca reveles tus cartas", pensó de pronto en las palabras que alguna vez le hubo dicho su jefe, ahora amigo, Joaquín, así que eso debería hacer, disimular el enfado, la angustia, la desazón que sentía en el momento en el que sus ojos se encontraron con los suyos. Así que, cambió de estratagema, era probable que en algún momento pudieran hablar largo y tendido, una parte de sí anhelaba creerle, escuchar su versión de la historia.

—No puedo ahora, pero el sábado podríamos pasar el día juntos.

Habiéndolo dejado satisfecho con la invitación, se despidió con un beso y retomó su camino hacia el auto, ya con la sonrisa desdibujada.

   Lucía sirvió una copa de vino y otra de jugo exprimido de naranja, ambas en pijama, brindaron por ellas mismas, por su creciente amistad, por la fortuna de no haber sido descubiertas o asesinadas en esta locura a la que una había arrastrado a la otra. Brindaron, por Ana, por Lucía, por Isabella, por Juan, por la difunta Natalia y por qué no por Verónica Warren.

Tras probar un pedazo de queso del nuevo almacén de la esquina, al que Lucía alababa tanto, decidió ponerla al día con lo descubierto hasta ese entonces, contarle, sin entrar tanto en detalles, que Rosa López había conocido a Verónica, a quien describió como una niña solitaria y silenciosa, víctima de la perversidad de sus compañeras, de su cruel indiferencia y sus malos tratos.

—¿Cuál es la causa para recibir bullying? —preguntó un tanto asqueada—, ¿tenés idea de por qué lo hacían?

—A veces no tiene por qué haber una causa —respondió Ana y, tras comer otro pedazo de queso, agregó—, vos deberías saberlo.

Muy pocas veces fueron las que Lucía habló de su adolescencia, no le gustaba hacerlo, evadía las conversaciones que se inclinaran hacia aquella etapa de la vida, de hecho, sostenía, casi repetidamente, que odiaba a los adolescentes. Ana nunca lo supo con exactitud, pero notaba, cada vez que su amiga se remontaba al pasado, una mirada de dolor, de un dolor insoportable, de esos que tardan en irse, o quizá nunca lo hacen.

—Cambiemos de tema entonces, Lu —se vio en la necesidad de ser ella quien evada el tema— ¿Por qué me preguntaste el apellido de Isabella?

Lucía imitó a su amiga y no comió solo uno, sino tres pedazos de queso a la vez.

—Estaba pensando en Verónica, ¿sabés? Estuve intentando averiguar quién es, o bueno... —se retractó de pronto— ...quién fue.

Ana desvió la mirada y sus ojos se afligieron tanto como su alma.

—Así que... —prosiguió—, supuse que, como toda adolescente, debería tener redes sociales.

¿Cómo no se le había ocurrido antes? Tanto Lucía como Ana contaban con una cuenta, la de una pública, la de la otra privada. Una publicaba una vez a la semana, la otra una vez pasado un largo período de tiempo. Una era constante, la otra se aburría de las cosas con facilidad. Una aún seguía publicando, entre tantas cosas, las fotos que alguna vez Javier le hubo sacado, la otra se había acostumbrado a postear frases, reflexiones, y una selfie cada año.

—Necesito saber cómo era Verónica —retomó—, hay muchos perfiles con ese nombre, pero quizá, tengamos suerte y podamos hallarla según sus descripciones físicas.

Ana se quedó en silencio un instante, luego llevó su mirada hacia un punto perdido en la pared, y, como si la viera, trazó con detalle lo que percibía cada vez que la joven Verónica se aparecía frente a ella.

—No era muy alta, tenía un cuerpo bien proporcionado, piel blanca, suave... —Comenzó, de pronto, a dibujar su rostro con los dedos—, su cabello era rubio, no muy largo, ondulado, tenía cara redonda, su nariz también era redonda y sus ojos... sus ojos eran café, Lucía, grandes, bellos, brillantes... y su sonrisa —Ana sonrió— su sonrisa era amplia, amigable...

Lucía miró hacia el mismo punto fijo en la pared impoluta y sonrió.

—Verónica era preciosa.

—Es preciosa —corrigió Ana.

Ambas, sentadas en el sofá, ahora acompañadas de mates y cookies, conocían sus ventajas y desventajas, sus fortalezas y debilidades. Ambas, solo ellas, conocedoras de la causa, deberían procurar no dar un paso en falso y continuar como lo venían haciendo. Sabían que no contaban con ningún aliado, más que Isabella, aunque poco sabía del tema, así que Ana se había ofrecido a hablar con Ema, era probable que ella supiera algo más. Por su parte, Lucía continuaría investigando en las redes sociales, estaba segura de que obtendría alguna cuenta que la llevase hacia Verónica, y, una vez que obtuviera el apellido de Isabella, sabría cómo seguir su cauce.

—Yo podría buscar los cuadros que daten las fechas anteriores al año 2014, necesito saber cuándo ingresó al instituto.

Ana, casi corriendo, se dirigió hacia la mesa, donde había dejado su teléfono, el cual había indicado que le había llegado un mensaje.

Ana, soy Manuel Olivera, comunicate conmigo cuando puedas.

LA DESAPARICIÓN DE VERÓNICA WARRENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora