ADICCIÓN

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Solo había pasado dos minutos desde que me dió permiso para adentrarme en sus bajos instintos y ya en mis manos sentía el pubis con sus delicados vellos puestos en exactitud, resaltando la virginidad que tortura a los angeles que respiran el pecado oculto dentro de sus cuerpos celestiales y así iba yo desnudando entonces su cuerpo que hacía agonizar los impolutos pensamientos de cualquier deidad, de los monaguillos, de los diáconos, del sacristán idólatra, del campanero, del pulcro poeta y de todo cuánto pueda pervertir el deseo. Imaginaba la piel blanca como el nacar y a los pezones rosados haciendo juego con los andenes de la humedecida hendidura, imaginaba el clítoris empinado, firme, hecho carne endurecida y emergiendo por la hendija de sus labios terciopelo e izandose como un pequeño falo entre los umbrales de sus íntimos huracos. Los cuerpos en total armonía coincidían cada uno a la medida, las bocas habían iniciado el imparable recorrido con sus lenguas. Todo empezaba a abultarse, mi carne se llenaba de fluidos capaz de endurecer el falo como acero y en ella su lubricado triangulo se preparaba para sentír el primer embiste de mi ansiedad, ya nada detendría el arrebatamiento de la calma y el acecho a cuanta inocencia pudiese quedar. Mi boca, que había rodado piel abajo, abría la hendija entre los vellos y el anego esparcido, mi lengua jugueteaba en círculo por los bordes de la flexible cresta y mis dedos aprovechaban el lubricante, que derramaba el excitado monte de venus. En las curvas de la empinada ladera y en su apretado y recóndito corredor jugueteaba el dragón embravecido, musculoso, encendido en fuego, esperando para sumergirse en los antojos del hambre animal . Sus muslos se iban guindando en mis brazos y entonces mis manos asidas a sus hombros daban el empuje necesario para adentrar con precisión y violencia en su abultado y abierto higo. Aparecían los gritos mordidos por la ansiedad, jadeos entrecortados de desespero, cuerpos retorcidos de agonía y ojos perdidos en la lujuria. Fui dejando en las fauces del infierno toda la carne engrandecida, y la longitud y el grosor que acariciaba las paredes de la cueva incendiada se iba hundiendo en el Inframundo seductor arrancando gritos agónicos a su paso, la fuerza impetuosa y el choque acelerados de los muslos aventureros avisaban el desborde del volcán de lava viscosa que rugía desde los adentros, no hubo un momento que no pidieras más dureza y más delirio, sus uñas clavadas en mi espalda y los incontrolables jadeos desorbitaban los ojos y entonces las bocas susurrantes rechinaban los dientes como si la muerte hubiese llamado a su alma por un instante a confundirse entre la angustia y el placer delirante de la carne y su incontrolable adicción.

POESIA ERÓTICA Y OTROS DEMONIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora