¿Audrey?

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Jayce

Estoy sentado en el asiento trasero de un taxi acompañado de una tripulante de cabina con la que he intercambiado unas cuantas miradas furtivas durante el vuelo. Al aterrizar me ha pedido que le esperase fuera y eso he hecho. Ahora, vamos rumbo a mi apartamento mientras nuestras bocas se enredan en besos profundos y calientes.

No se ha cambiado de ropa, así que aún lleva el vestido ceñido de color azul con el logo de la compañía. Me muero de ganas de meter la mano debajo de la falda de tubo y comprobar si ella está tan cachonda como lo estoy yo.

Se llama Karen, es de Minnesota y es todo piernas. Que ganas tengo de empotrarla contra una pared para que me rodee la cintura con ellas.

Pienso en todo lo que haremos cuando lleguemos a casa. Por ahora me conformo con acariciarla por encima de la ropa.

El taxi se detiene frente al edificio donde vivo, pago al conductor y nos metemos a toda prisa dentro, arrastrando como puedo la pesada maleta conmigo. No hay nadie en el vestíbulo, lógico teniendo en cuenta las horas, así que, mientras esperamos que baje el ascensor, me arrodillo frente a ella, le subo la falda y le beso con ganas el sexo por encima de las bragas.

Llevo un mes sin mantener relaciones, no he sentido necesidad de follar durante mi estancia en Londres, pero ahora me siento desatado. Quizás sea porque he estado tan concentrado en el trabajo durante tanto tiempo que necesito una forma de liberar el estrés y la tensión acumuladas.

El ascensor llega, me pongo de pie y entramos. Dentro del habitáculo nos besamos de nuevo. Cuando las puertas se abren salimos dando tumbos por el rellano. La maleta se cae en el proceso. Entre risas, la levanto. Busco las llaves del apartamento en mi bolsillo y meto la correcta en la cerradura. Pasamos al recibidor y a partir de aquí todo se vuelve caótico. Un aviso interno se enciende, uno muy similar al que me ha estado persiguiendo en los últimos días desde que recibí aquella alerta en la aplicación de la alarma. Sin embargo, en este momento, mi mente se encuentra ocupada en otros asuntos: Karen ha desabrochado mi cinturón, bajado la cremallera y su mano se ha deslizado dentro de mis calzoncillos para brindarme placer.

No hemos encendido la luz, ya que la suave iluminación de la ciudad que se filtra por las ventanas nos basta para orientarnos. Dejo escapar un gemido entre sus labios, la levanto entre mis brazos y la siento sobre la isla de cocina de granito negro. Durante el proceso, tropiezo con algo en medio, una caja, pero no le doy importancia.

Y, de pronto, algo en mi interior hace clic. Detengo mis movimientos con brusquedad.

La bruma de la excitación es invadida por la racionalidad. Dejo de besar a Karen unos segundos y miro a mi alrededor. Entre las sombras distingo varias cajas amontonadas por todas partes. Karen también las mira y pregunta:

—¿Acabas de mudarte?

El corazón empieza a latir con fuerza en mi pecho. Recuerdo la alarma antirrobos que hay en la entrada. No la he desactivado en un descuido y no ha sonado. Todo en mi mente es un batiburrillo de pensamientos confusos. Me alejo de Karen y enciendo la luz para tener una visión más clara de todo.

Contengo un grito de pánico. Mis pertenencias no están y en su lugar hay montones de cajas de mudanza por todas partes.

Cuando ya no puedo sentirme más aterrado, la puerta de mi habitación se abre y una mujer sale corriendo en mi dirección. Grita histéricamente, con un brazo levantado sosteniendo lo que parece ser un pequeño bote de spray. Tanto Karen como yo también gritamos, ya que es lo que uno hace cuando aparece una desconocida con el rostro cubierto de verde en un apartamento que se esperaba vacío.

La mujer extiende el brazo hacia mí y sigue gritando sin cesar, apretando el bote de spray. ¿Es gas pimienta? El sonido de la descarga me hace temer lo peor, pero el chorro nunca alcanza mi rostro. En cambio, la mujer grita aún más fuerte, suelta el spray y comienza a gemir de dolor.

¿Se ha rociado ella misma?

—Mierda, joder, mierda —lloriquea.

Y todo mi mundo se detiene al reconocer su voz. Hacía años que no la escuchaba.

Audrey.

La masa verde en su rostro empieza a agrietarse a medida que ella se frota los ojos con desesperación. Estoy tan impactado que no sé qué hacer, soy incapaz de procesar lo que ocurre a mi alrededor.

Solo salgo del aturdimiento cuando en un vaivén se tropieza con la pata de la mesita de centro y cae hacia atrás. Se golpea la cabeza con la propia mesa en el proceso de caída y parece perder el conocimiento. Me arrodillo a su lado y, lo primero que hago, es comprobar si hay sangre. No hay. Luego, me aseguro de que siga respirando, lo cual confirmo rápidamente al ver que su pecho se mueve con regularidad. Aunque la caída haya sido aparatosa, no creo que se haya hecho mucho daño.

—Oye, no sé qué está pasando, pero yo me largo. Solo quería un polvo fácil antes de coger el siguiente vuelo —dice Karen desde algún lugar. Escucho el sonido de la puerta cerrándose segundos después.

Ni siquiera presto atención a su huida, porque lo único que puedo hacer es concentrarme en el rostro de la mujer que, hace unos años, me volvía loco. Bueno, ahora está cubierto de algo verde, pero incluso así sigue siendo hermoso. Su cabello castaño claro se extiende por el suelo. Mi mirada recorre su cuerpo. Lleva un pijama de encaje transparente que deja muy poco a la imaginación. Dios, muestra demasiado. Me veo obligado a apartar la mirada de ahí para evitar distracciones innecesarias. Luego, me fijo en el anillo que lleva en el dedo anular. 

Un anillo de compromiso que golpea mis entrañas como un ciclón. 

¿Está comprometida? 

No debería sorprenderme. 

Richie y ella llevan demasiado tiempo juntos para no estarlo. De hecho, lo raro es que no se hayan casado ya.

Con la boca seca y la sensación de que un meteorito se acerca a mí a toda velocidad, me inclino sobre ella y palmeo su mejilla con suavidad.

—¿Audrey? — Mi voz tiembla al decir su nombre, mi cuerpo también.

Hace seis años que no menciono ese nombre. 

Hace seis años que no veo a esta mujer.

Audrey aprieta los ojos con fuerza y emite un gemido de dolor. Se lleva una mano a la parte trasera de la cabeza y deja escapar un alarido. Después entreabre un poco los ojos. Los tiene enrojecidos e hinchados por el gas pimienta, pero, aun así, consigue enfocarlos en mi dirección. Sigo inclinado sobre ella, por lo que mi rostro es lo primero que ve cuando sus ojos se abren completamente.

Puedo ver la tormenta de emociones reflejada en sus iris verdes cuando me reconoce.

Un breve silencio llena el aire. Luego:

—¿Jayce?

Entre Leyes y Pasiones (Libro 4: Saga Vínculos Legales)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora