Capítulo XXXVII

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Cuando Leslie trabajaba en alguna obra, el tiempo parecía congelarse a su alrededor

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Cuando Leslie trabajaba en alguna obra, el tiempo parecía congelarse a su alrededor. Podía pasar horas sentada frente al lienzo mientras tuviera un brote de inspiración carcomiendo sus entrañas.

El hambre, la sed o en realidad, cualquier necesidad fisiológica quedaba suspendida en un plano ajeno al suyo. Su estómago no ardía ni su garganta se secaba, incluso, antes de que su supuesta enfermedad empezara, ni siquiera sus músculos se acalambraban.

Su pasión por su trabajo era mucho más grande que cualquier cosa, pero lamentablemente, esa increíble capacidad y pasión no solían manifestársele en otros ámbitos de su vida. Al final del día, Leslie era una simple mortal que eventualmente necesitaría sustento para sobrevivir.

La artista desconocía cuanto tiempo estuvo atada en esa silla, tirada en el suelo frente al cadáver de Treviño; pero estaba segura de que había presenciado al menos tres amaneceres y tres anocheceres en soledad, ya que Jason no se había dignado a mostrar la cara.

Con el primer sol que se coló por las ventanas tapiadas con madera, se esforzó lo más que pudo por quebrantar sus ataduras, no obstante, sus intentos al igual que la tarde anterior no le hicieron ni cosquillas a las cuerdas.

Para la segunda noche, ya se había acostumbrado al olor; su garganta estaba tan seca como sus labios y el sonido de su estómago hambriento era el único que rompía aquel perturbador silencio.

Al segundo amanecer, sus ojos ardían y picaban, ya no tenía lágrimas para llorar. Todo su cuerpo dolía, específicamente su cabeza, muñecas, cadera y tobillos, al sentir sus botas apretando sus pies, sabía que debían estar hinchados.

Por más que intentara imaginarse que estaba pintando en la terraza de la galería con el sol del atardecer calentando su cuerpo, el frío de la realidad que vivía le impedía trasladarse a esa fantasía.

Supo que estaba en el punto de no retorno, cuando al caer el sol por tercera vez soñó con poder beber su propia orina para al menos sentir el líquido refrescar su árida garganta.

Fue al tercer amanecer, cuando su cuerpo comenzaba a apagarse ante tanto agotamiento y desidia, que el dolor en sus muñecas y tobillos finalmente cedió. Leslie creyó que había muerto, o al menos, que estaba a punto de hacerlo cuando sus molestias se aminoraron poco a poco.

En una pequeña parte de su mente, agradeció a todos los dioses que existieran por finalmente poder morir, aunque, por otro lado, más la dominaba el sufrimiento por no haber podido llevar a término a su hijo.

Jamás soñó con ser madre, siempre pensó que de serlo podría llegar a convertirse en una copia de lo que fueron sus padres y el solo pensar en que un niño inocente, viviera lo mismo que ella, no era una idea agradable; sin embargo, desde que vio por primera vez la imagen de su bebé en la ecografía, tenerlo entre sus brazos ser había convertido en su prioridad número uno.

El ocaso entre nosotros.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora