Las veredas están húmedas por la llovizna y las calles vagamente iluminadas por los postes de alumbrado público, cuya luz se difumina a causa de la neblina. Poca gente transita aquella calle oscura después de la medianoche, solo una puerta metálica y un sujeto de traje negro y expresión imperturbable me separa del interior del local y de aquella vida que ya no me pertenece. En medio de la noche resplandece un enorme cartel que dice «Lima Bar», cuyo logo parece un limón dibujado por un niño de preescolar. Grupos pequeños de personas fuman cerca del local, y la cola para el ingreso voltea la esquina hasta casi el final de la cuadra, a pesar de ser mitad de semana.
En la puerta, me aguarda un vigilante de postura erguida y grandes pectorales. Con la adrenalina corriendo por mis venas, y esa ansiedad y nerviosismo que te invade cuando haces algo que sabes que marcará un antes y un después en tu vida, le muestro mi autorización falsa. Intento parecer confiada y ruego para que el maquillaje me haga lucir mayor, porque, aunque solo me falten siete meses para cumplir los dieciocho, aún no me siento preparada para ser adulta y valerme por mí misma. Pero debo hacerlo. No porque quiera, sino porque de un día para otro mi vida me fue arrebatada y me encontré sola en el mundo.
El hombre me observa durante varios segundos. Pienso en mi madre, la imagino diciéndome que estoy loca y que no se me ocurra hacer lo que estoy pensando, pero ella ya no está aquí para detenerme: ya no está aquí y nunca más volverá a estarlo. Tras varios segundos de tensión el hombre me devuelve la identificación y empuja la puerta para que pueda pasar. Tras ella el sonido de la música se amplifica y el ambiente cargado de alcohol y humo de cigarro me golpea en el rostro. Me encuentro en medio de un bar repleto de gente, luces de colores estridentes y música ensordecedora. Camino a través de los cuerpos; entre ellos soy casi un fantasma bajo mi grueso abrigo, que roza mis botas de cuero negro y tacón alto.
—Necesito hablar con el administrador —le digo al chico de camiseta negra y ceñida que mezcla bebidas tras la barra.
—No está —me responde él sin siquiera levantar la mirada.
—Necesito contactarlo, es urgente —digo casi gritando a causa de la bulla.
—¿Y se puede saber quién eres tú? —me responde con tono desinteresado, sé que realmente no le importa saberlo.
El chico me mira por primera vez mientras espera una respuesta de mi parte. Tiene una mirada intensa, algo atemorizante y la forma en que aprieta con fuerza la mandíbula lo hace lucir aún más duro.
—Soy su sobrina... de cariño —agrego, cuando considero que la persona a quién estoy buscando quizá sea hija única—. Mi padre es amigo suyo.
—¿Y por qué no le pides el número a tu papi entonces?
—¿Y por qué no haces bien tu trabajo y me das el número?
Me sostiene la mirada por un instante antes de dejar el shaker sobre la barra que hay detrás de él, se limpia las manos contra el mandil que lleva impreso el nombre del local y toma su celular del bolsillo lateral de sus jeans. Me da la espalda por varios segundos. Finalmente se vuelve hacia mí y coloca la pantalla delante de mis ojos, que muestra el número del administrador. Tomo mi celular y lo agrego a mis contactos rápidamente.
—¿Cómo dijiste que te llamabas?
—No te lo dije —Bloqueo mi celular y vuelvo a guardarlo—. ¿El baño?
El chico sonríe irónico, es la primera vez que lo hace, y señala hacia una esquina al fondo del local. Le doy las gracias sin volver a mirarlo y me dirijo hacia donde me indica, en busca del silencio que necesito para poder realizar la llamada. No mentí cuando dije que era urgente, realmente lo es, de no ser así ni siquiera me hallaría en un lugar como este.
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DESADAPTADOS
RomanceLos tatuajes eran su armadura, algo que había construido por años para protegerse, pero había uno en particular que desentonaba con su apariencia ruda. Tenía la forma de una flor, pero se camuflaba en blanco y negro en aquel océano de tinta que nave...