Llevaba días dándole vueltas a esto es mi cabeza, no podía dormir, no podía pensar en otra cosa y tampoco me había atrevido a decírselo a nadie. Ni siquiera a Liv. Después de haber confirmado que, efectivamente, mi verdadero padre no era más que un código. F–22. Una letra y un número con el cual habían almacenado su esperma durante quién sabe cuánto tiempo y lo único que tenía derecho a saber de él no era más que unas cuantas características físicas, que seguramente un cuarto de la población mundial compartía. Quizás se trataba de un anciano con hijos repartidos por todo el mundo de los que no tenía ni puta idea o de un hippie drogadicto que dormía en las calles y que había encontrado la forma perfecta de obtener dinero fácil, masturbándose en una cabina frente a una porno para poder vender su maldito esperma.
«Lo siento, a todos los donantes se les hace firmar un acuerdo de confidencialidad, el cual garantiza que su identidad no será revelada», me había dicho la gorda, amiga de mi mamá, cuando había vuelto al hospital a pedir información sobre mi donante. Eso era todo lo que había podido obtener, después de haber ido tres días seguidos y haber pasado horas estacionado frente a la deprimente fachada del hospital, tratando de decidir si era buena idea entrar o no. Y eso era todo lo que me había podido decir. Por supuesto, no se lo había contado a nadie. Resultaba humillante. Necesitaba avanzar, pero su maldito rostro afligido cuando me lo había dicho no salía de mi cabeza. Se llamaba Vera y llevaba veinticinco años trabajando en aquel hospital, el mismo tiempo que llevaría mi madre ahora si aún estuviera viva. ¿Por qué no podía simplemente olvidarlo? ¿Por qué me era tan difícil comprender que mi madre me había mentido y que no tenía un padre con quién desquitarme?
—Tengo algo que quizás pueda servirte —me había dicho como si existiera algo en este puto mundo que pudiera remediar lo que me acababa de decir—. Es la tarjeta de una trabajadora social —habla después de hurgar en el bolsillo de su mandil blanco por varios segundos.
No tenía para pagarle a una trabajadora social ¿Qué acaso se estaba burlando de mí? Pero aun así la recibo, no quiero ser descortés con la única persona que conoce mi lastimosa historia.
—Trabaja para el estado —me lee la mente—, podrías hablarle sobre tú caso y quizá ella pueda ayudarte.
—Gracias —pronuncio algo avergonzado, como si la mujer de verdad fuera capaz de escuchar mis pensamientos. Fuerzo una sonrisa, que seguramente luce como una especie mueca deforme y le doy la espalda para salir de este espantoso lugar con olor a desinfectante de manos y enfermedad.
¿A quién podía gustarle los hospitales? Seguramente a los doctores y enfermeras, por algo estudian para pasar el resto de sus vidas encerrados en un lugar como este. Sin embargo, no era en lo absoluto un lugar divertido para un niño y era por esa razón que estos pasadizos monótonos y sin vida me eran tan familiares. Porque alguna vez había tenido que aprender a entretenerme en estos mismos corredores, que poco tenían que ofrecerme en ese entonces, y al cuidado de mujeres como Vera. Mientras mi mamá debía cambiar sábanas o limpiarle la mierda a algún paciente.
No había vuelto a pisar aquel hospital desde el último día que tuve que visitar a mi madre en una de sus habitaciones en la UCI. Y no me había sentido capaz de volver ahí solo. Era por eso que, por más que temiera sonar estúpido, que me había atrevido a pedirle a Liv que me acompañara. Al menos con ella ahí, sabía que no saldría corriendo como un cobarde al primer intento. Después de no haber obtenido más que un maldito papel con el número de serie de mi donante y un par de datos que no me decían absolutamente nada de él, me había jurado no volver a pisar aquel edificio. Tenía que superarlo, ya habían pasado veinte años. Probablemente el tipo ni siquiera recordara que su esperma seguía congelado, junto al de otros cientos de sujetos desesperados, cuyas vidas ya no tenían nada que ver con este lugar.
En menos de lo que había esperado estaba otra vez sentado en una sala de espera, deseando recibir alguna noticia sobre Liv. Nuevamente mi vida se caía a pedazos y sentía que el escudo que había forjado durante los últimos ocho años, hoy no era capaz de evitar que la vida me volviera a golpear. ¿Por qué me había vuelto a acercar a ella después de aquel día en que tropezó conmigo en un callejón oscuro y maloliente? ¿Por qué no se trató solo de un encuentro, como otros miles, que no guardan ninguna relevancia con mi presente? ¿Por qué la había ayudado en primer lugar? Tal vez, si se hubiera tratado de otra persona, la hubiera dejado ahí tirada sobre el asfalto húmedo y me hubiera marchado. Tal vez, si me hubiera reído al igual que todos los demás, aquel choque casual no hubiera significado nada. Pero no, había bajado la cabeza para ver quién había sido tan torpe para no fijarse por dónde caminaba, y ahí estaba ella. Asustada, pero nunca dispuesta a mostrar miedo. Temblando, pero determinada al momento de enfrentar cualquier amenaza. Y aquella amenaza había sido y seguía siendo yo.
Y yo seguía aquí, recordando aquel instante de debilidad mientras me balanceo de un lado a otro sobre la silla giratoria de mi escritorio con la estúpida tarjeta de la trabajadora social en la mano. De un momento a otro, escucho que alguien manipula la chapa de mi puerta y la guardo de inmediato en uno de los cajones.
—Nik, voy a salir.
—¿A dónde vas? —pregunto, como si me importara.
—Voy... al taller.
—Pensé que Otto estaba en el taller.
—No —vacila por un segundo—. Me pidió la mañana libre para llevar a su perro al veterinario.
Roger era un pésimo mentiroso. Otto prefería caminar antes que pagar el trasporte público e ¿iba a llevar a su perro al veterinario?
—Ah —digo. Acá había algo raro, pero ¿de verdad quería averiguarlo?
—Ya nos vemos en la noche —en ese momento la pantalla de mi celular se enciende.
—Claro —digo sin volverme a verlo y escucho la puerta cerrarse nuevamente.
Era un mensaje. De Liv. La chica que había llegado para desestabilizar toda mi existencia y a quién no veía desde hace dos días exactamente. De repente, y por primera vez, me sentía como un intruso en la vida de esta chica. Pero ya no más.
Nos vemos hoy a las 4 en el parque?
Ahí voy a estar
Respondo.
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DESADAPTADOS
RomanceLos tatuajes eran su armadura, algo que había construido por años para protegerse, pero había uno en particular que desentonaba con su apariencia ruda. Tenía la forma de una flor, pero se camuflaba en blanco y negro en aquel océano de tinta que nave...