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Cuando me despierto estoy más desorientada que nunca. La luz del día se filtra a través de la ventana y rebota con las paredes blancas, el brillo no me permite abrir bien los ojos. No sé dónde estoy ni que hago acá. Lo último que recuerdo vagamente es haber empezado a sentirme mareada mientras jugábamos ese estúpido juego de la moneda en casa de Renny. La puerta se abre y mi corazón se detiene por una fracción de segundo hasta que reconozco el pelo largo y pelirrojo de mi mejor amiga.

—¡Te despertaste! —sus ojos verdes resplandecen cuando los abre a causa de la impresión y corre hasta mi para abrazarme—. Hace meses que no tomabas una siesta tan larga —intenta bromear, pero no consigue disimular la preocupación que aún la acosa—. ¿Cómo te sientes?

—Me revienta la cabeza —suelto como un quejido.

—¿Quieres que llame a una enfermera para que te de algo?

—No, estoy bien —cierro los ojos por un momento y me tomo la cabeza, la presión me está matando. Entonces lo recuerdo—. ¿Cómo está mi cara?

—¿Tu cara? —su ceño se arruga ligeramente.

—Creo que me caí de cara cuando me desmayé.

—Está bien, debe haber sido solo un golpe —se ríe.

—¿Y Nik? —los ojos de Alexis delatan pánico y, automáticamente, sé que me oculta algo—. ¿Dónde está? —insisto.

—Se fue cuando... cuando llegaron tus abuelos.

Por un momento dejo de respirar y puedo sentir mis ojos inundarse de lágrimas. No puedo llorar, no es momento de perder la cabeza. Inhalo profundamente antes de hablar.

—¿Ellos están acá? ¿Le dijeron algo?

—Sí, tu abuela... cree que fue él quién te drogo.

—Entonces, ¿Nik lo sabe?

Ya es demasiado tarde, estoy llorando y no consigo reprimir el manantial que brota por mis ojos.

—Todos lo saben, Liv. Tuve que contárselo —me dice como si de verdad lamentara haberlo hecho, a pesar que sabe que fue lo correcto—. Los resultados saltaron en el examen toxicológico que te hicieron —me seco las mejillas empapadas con ambas manos.

—Necesito hablar con él.

—No creo que lo dejen pasar, Liv. Están todos acá: tus abuelos, mi familia... Gerda —el último nombre lo dice como si le costara pronunciarlo, como si tuviera miedo de hacerlo.

Me cubro el rostro con ambas manos avergonzada, sin conseguir contener mi llanto. Me sentía como una idiota por haber dejado que todo esto pasara.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque era mi decisión, Lex, y tú no la ibas a apoyar.

—¡Por supuesto que no te iba a apoyar para que continuaras haciéndote daño! ¿Sabes quién más trabaja en este hospital? ¡El padre de Luisiana! —mis ojos amenazan con salirse de sus orbitas.

—¿Él también lo sabe? —temo oír su respuesta.

—¡Obvio! Pero, claro, no sabe que fue su hijita la que te metió esa idea estúpida en la cabeza. ¡No sabes las ganas que tenía de decírselo en la cara!

—No puedes hacerlo, por favor —le suplico—. Ella no tiene la culpa, fui yo la que no debió beber de más.

—¿Y vas a seguir defendiéndola? ¡Es una hipócrita, Liv, te está manipulando! ¿También te dijo que su venta está prohibida porque son adictivas?

—Me dijo que su papá se las daba.

—¡Te está mintiendo! —no podía ser posible. Las pastillas habían funcionado, tal como ella me lo había prometido. Yo no era ninguna adicta y Luisiana...

—Ella también las consume. Pensé que no lo hacía, pero ayer la vi en los camerinos —de pronto, aquel recuerdo salta a mi mente.

—Ahora todo tiene sentido —Alexis ríe irónica—. Por eso se puso así el día de mi cumpleaños en el Lima Bar. Había bebido lo mismo que todas y se puso como loca. Se trepo a la barra y se le lanzó encima al barman, a tu amigo —lo recordaba.

¿Era posible que Luisiana consumiera las pastillas desde entonces? No podía ser una adicta, se veía perfectamente bien y sabía de lo que me hablaba cuando me recomendó tomarlas. Además, es Luisiana: es linda, inteligente, talentosa. Hija única, como yo, pero tiene a sus dos padres, juntos, y una buena posición económica. ¿Qué problema podría tener?

—No se lo digas a su padre —Alexis me mira con desaprobación—. Déjame hablar con ella primero.

DESADAPTADOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora