61

13 2 0
                                    

43 kilos. Una semana para el concurso internacional.

La doctora me ha dicho que estoy demasiado baja de peso, que debería subir unos cinco kilos. ¿Cinco kilos? He aprendido a cubrirme el cuerpo tan pronto salgo de clase, no quiero que me miren, no quiero que se preocupen por mí o intenten «aconsejarme». Estoy harta de que me digan lo flaca que estoy. Es como si de pronto todos estuvieran en mi contra, antes estaba gorda y ahora todos quieren verme gorda. ¿Para qué? ¿Para volver a criticarme? ¿Para hacerme sentir menos que ellas? Ni hablar.

Las mallas y los leotardos se han vuelto de repente un arma de tortura, un arma que se ciñe a mi cuerpo y no me permite esconderlo. Fuera de las horas de clase uso ropa holgada y me maquillo poco, no me interesa cubrir las ojeras. Ya no me interesa fingir que estoy bien. A veces quisiera romper todos los espejos de la escuela para no poder mirarme yo tampoco. Estoy cansada de sentirme mal y había terminado por aceptar que nunca me iba a recuperar, nunca iba a volver a ser la misma.

Le había prometido a Nik que mejoraría. Una promesa más que no había podido cumplir. Estamos tan cerca del concurso, siento que no paro un solo segundo. Estoy cansada, irritada. Todo me molesta, todo me viene mal. No hago nada bien. Mi día se resume a comer, dormir, hacer ballet. Comer, dormir, hacer ballet. No estoy feliz. Era como si vomitar se hubiera vuelto mi forma de llorar.

Desde que Alexis se enteró de mi problema tampoco quiero hablar con ella. Pero no podía enojarme con Nik, no era justo. Ya bastante daño le hacía. No sé cómo me soporta todavía, porque siempre que estamos juntos estoy con mala cara, estoy mal. Yo no soportaría estar con una persona así y me molesta como soy ahora, porque a pesar de lo que a él también le pasa, jamás pone mala cara ni nada cuando está conmigo. No merecía que alguien como Nik se preocupara por mí, pero aun así no sé qué haría sin él.

—Vamos desde el principio, una vez más —me dice Gerda antes de volver a poner la música.

No puedo decirle que ya estoy cansada por más evidente que sea. Estoy sudando y con cara de muerto viviente. La verdad es que estoy exhausta. Siento los músculos entumecidos y temo flaquear por el agotamiento. Tan pronto me detengo, todo comienza a nublarse. Empiezo a ver manchas negras otra vez y necesito quedarme quieta para que mi visión se despeje. Entonces, siento esa presión en mi pecho que arde, siento como se aprieta. El espacio en mis pulmones se vuelve insuficiente y necesito concentrarme en inhalar para que Gerda no se dé cuenta.

—No quiero ver que marques, báilalo. Ya tiene que estar perfecto —casi no la oigo, mi cabeza se halla sumergida hasta mis oídos y aísla todos los sonidos.

Yo asiento y todo se balancea. Me miro en el espejo y tengo la sensación de estar viéndome a mí misma a través de un túnel. Me veo completamente pálida, sudorosa, mi piel ha comenzado a virar hacia el verde. Me siento como aturdida, mareada, la música empieza a sonar, pero no tengo energía para forzar a que mis músculos respondan. El suelo me abandona. «¿Qué esperas?». Pierdo estabilidad e intento buscar algo de lo que sostenerme antes de desplomarme en el suelo, pero mis rodillas se vencen y caigo al piso justo a tiempo para ver el túnel cerrarse a mi alrededor.

...

Cuando abro los ojos veo dos rostros flotando sobre mi cabeza: Gerda y Alicia me observan y me preguntan cosas.

—Hay que trasladarla —oigo decir a la segunda como si estuviera hablando bajo el agua.

—Voy a llamar a sus abuelos.

Quiero detenerla, pero me siento demasiado débil.

—Hey, Liv, mírame —me habla Alicia con voz suave—. Quédate aquí, nena, quédate conmigo.

DESADAPTADOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora