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Casi no puedo moverme, la gente baila y se empujan unos a otros cuando intento atravesar la pista de baile. El humo de cigarro invade mis pulmones haciéndome toser y temo que alguien me vaya a derramar su bebida encima en cualquier momento. El alcohol emana de los cuerpos sudorosos que se deslizan a mi alrededor y la música está tan fuerte que no puedo oír ni mis propios pensamientos. La gente parece divertirse y Alexis se encuentra tan eufórica por su nueva situación de legalidad que camina directo a la barra a pedir una bebida solo para tener la oportunidad de mostrar su identificación. Ya debería estar acostumbrada al ambiente, pero en realidad nunca antes había venido a un bar solo por diversión. Cada noche vengo, bailo en el tubo de pole dance ubicado en el centro del reducido escenario por una hora y media e inmediatamente después me marcho.

Mi amiga y las demás chicas se encuentran tan entretenidas coqueteándole a Peter, el nuevo barman, que ni siquiera notan cuando no las sigo. Hoy toca un grupo de rock independiente y el lugar está más lleno de lo habitual, por lo que veo casi imposible atravesar la entrada principal. Hay una enorme cola de gente que rodea la cuadra mientras aguardan para poder pasar. No me queda de otra que huir por la puerta de atrás. No voy a soportar un segundo más aplastada en este lugar. El calor es asfixiante, juro que me falta el aire y temo que un taco aguja me perfore el pie en cualquier momento.

Cruzo la pesada puerta metálica que lleva impresa la frase «Salida de emergencia» y el viento gélido impacta de lleno contra mi cuerpo. Me encuentro en un callejón vacío: no es el mismo lugar por el que suelo entrar cuando vengo a trabajar. Está oscuro y húmedo afuera, pero al menos puedo respirar aire fresco, libre del aroma a tabaco que ya llevo impregnado en la ropa y el pelo. Veo aparecer a un grupo de chicos, todos tatuados, que llegan caminando en mancha desde la otra cuadra. Su aspecto no es el más discreto. Inmediatamente pienso en volver a entrar. Doy la vuelta, pero cuando lo intento me doy cuenta de que no es posible abrir la puerta desde fuera. Era lógico.

Tal vez pueda ocultarme, pero no hay más que un par de contenedores de basura que no son lo suficientemente grandes como para impedir que me vean. Me siento ridícula por estar temblando, pero procuro disimular el miedo. Lo más probable es que pasen de largo sin siquiera reparar en mi presencia.

Alcanzo a oír el eco de sus carcajadas producto del alcohol y posiblemente alguna otra droga que suelen consumir. Viéndolos bien, solo es un grupo de adolescentes borrachos con muy mal aspecto —me digo a mí misma. ¿Por qué querrían hacerme daño? Intento respirar calmada mientras los observo caminar sin prisa en mi dirección. De pronto, reconozco a alguien: es la chica del bar, la rubia que no había vuelto a ver. Está con ellos y no sé si eso debería aliviarme. Una de sus acompañantes en el baño está también ahí, la chica del rímel corrido que ahora luce segura de sí misma mientras cuelga del hombro de uno de los muchachos.

Varios están fumando y sus voces que emergen de una nube blanquecina se hacen cada vez más audibles conforme avanzo. Dentro de pocos metros habré alcanzado la calle que da directo al ingreso del bar, mucho más transitada y a la vista de todos, entonces los habré perdido.

Acelero el paso con la vista clavada en el piso cuando, sin darme cuenta, impacto de frente con otro cuerpo y caigo al suelo estrepitosamente. El susto no me permite sentir vergüenza por mi torpeza o por el hecho de que mis jeans hayan quedado empapados por completo con agua estancada. Intento ponerme de pie lo más rápido que puedo mientras mi mente piensa a toda velocidad en formas de huir de ahí lo más pronto posible. Pero aquel cuerpo, como una estaca que parece haber quedado adherida a la tierra justo delante de mí, no se mueve. El chico me observa de pie con expresión confusa y me extiende la mano para ayudarme a pararme.

Continúo escuchando las risas de sus amigos a pocos pasos de donde me encuentro, lo cual me llena de ira y me hace olvidar el miedo por un momento. Mientras tanto, el chico permanece con la mano extendida hacia mí y el ceño ligeramente fruncido esperando a que la tome. Inspecciono su rostro antes atreverme a hacerlo. Si paso por alto los tatuajes y la ropa negra que le da aquel aspecto de rudeza, tiene facciones delicadas e incluso podría decir que es apuesto. Su contacto helado hace que me contraiga y él tira de mí para levantarme. Observo su brazo, mientras aún me sostiene de la mano, cubierto de tatuajes que continúan bajo su manga y los cuales presumo no tienen ningún significado. Su piel pálida contrasta con la tinta negra y no puedo evitar detenerme en uno de ellos: un mandala que disfraza toda la parte de su antebrazo. Luce bastante femenino, casi como una flor, a diferencia de los demás garabatos cuyo único propósito parece ser el de no dejar un solo centímetro de piel a la vista.

DESADAPTADOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora