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Un dolor intenso, punzante, a la altura de la boca del estómago, me obliga a abrir los ojos y, por un instante, estoy tan desorientada que no puedo recordar dónde me encuentro, hasta que el ligero ronquido de Alexis me recuerda su presencia. Otra puñalada que llega desde el interior de mi abdomen me empuja fuera de la cama. Tomo mi celular, ha pasado solo hora y media desde que nos fuimos a dormir. Me pongo de pie, con una mano presionando fuertemente entre mis costillas en un intento por mitigar aquella sensación. No puedo estirar mi cuerpo por completo, es como si la piel se me desgarrara por dentro cuando lo intento, así que cruzo la habitación en esa posición, casi doblada, hasta el cuarto de baño.

Enciendo la luz y tanteo casi a ciegas las pequeñas repisas tras el espejo del lavabo en busca de algo que pueda aliviarme. Las lágrimas me nublan la vista y no puedo distinguir entre un frasco y otro, hasta que por fin hallo el indicado, lo abro y me trago dos píldoras de golpe. Aguardo minutos interminables sentada sobre la tapa del retrete, abrazada a mis piernas, aquella es la única posición que calma levemente el dolor, pero este no desaparece. No sé cuánto más voy a tener que esperar. No quiero despertar a Alexis, así que en su lugar decido dejar la habitación y caminar unos cuantos pasos más hasta el baño de visitas en mitad del pasadizo.

Nunca antes había sentido algo similar y al instante me arrepiento de todo lo que he comido la noche anterior. Mi cuerpo no lo tolera, es como si hubiera olvidado cómo procesar los alimentos, y mi mente tampoco. Enciendo la luz de la pequeña y ornamentada habitación, y no puedo odiar más la imagen que veo reflejada en el espejo: la mueca de dolor en mi rostro y las ojeras purpureas bajo mis ojos. Las lágrimas comienzan a brotar nuevamente y trazan su recorrido por mis mejillas mientras la empapan. Me restriego los ojos con violencia y me deslizo por la pared hasta quedar sentada sobre las gélidas mayólicas del suelo. No tengo nauseas, solo siento dolor y este se hace más intenso estando de pie. Necesito quedarme en esa posición, agachada, con las rodillas dobladas contra mi pecho y mi rostro escondido entre ellas.

No sé cuánto tiempo permanezco así, abrazada a mí misma, con dos dedos clavándose con fuerza en la mitad de mi estómago y llorando en silencio, como si no existiera. Solo sé que a cada segundo la espera se hace más insoportable. Finalmente, me levanto sobre mis rodillas, no puedo aguardar un minuto más a que las pastillas hagan efecto, no lo soporto. Levanto la tapa del retrete y coloco mi rostro justo a la altura del enorme orificio, mi cara apunta directamente al agua cristalina y decido no pensarlo una vez más antes de respirar profundo y meter dos dedos en mi boca. Los empujo, esta vez, en lo más hondo de mi garganta mientras con la otra mano impido que mechones de pelo caigan sobre mi rostro. Las arcadas llegan con violencia, pero no consigo producirme más que asco y desprecio por mí misma. Ni siquiera puedo vomitar. Aun así, continúo, necesito hacerlo, no tolero más el dolor, no tolero el remordimiento y la ira que este me causa.

Jamás me fue fácil vomitar, así que debo permanecer así un rato y hacer movimientos en círculo con mis dedos hasta conseguir que la comida salga despedida entre mis labios como una explosión que incluso a mí me toma por sorpresa. Trozos enteros de comida que no han terminado de ser digeridos salen despedidos no solo por mi boca, sino también por mi nariz y siento como el ácido de mi estómago quema mis fosas nasales. Me duele la mandíbula por el esfuerzo, pero debo continuar. No puedo quitar los dedos de mi garganta hasta que no haya salido todo. Me vienen arcadas que me obligan a toser ruidosamente y temo que alguien me escuche, pero si es así puedo decir que la cena me cayó mal —pienso en medio de mi trance. Nunca había estado en esta posición, sola y vulnerable sobre las mayólicas heladas del baño de visita.

Después de todo, me queda doliendo la cabeza, me drena la nariz, la garganta me arde, y aún siento el dolor latente en la boca del estómago. Los espasmos han disminuido, pero no la hinchazón. Mi abdomen esta tan dilatado y sensible que el solo roce de mi piel es como acariciar una herida abierta. Han pasado horas, horas encogida llorando y suplicando que pasara sin ningún resultado, hasta que finalmente todo había salido expulsado por mi boca, casi ahogado, con desesperación, para aliviar mi culpa. Limpio el desastre a mi alrededor y me lavo la cara, mis ojos están llorosos y el rímel se me ha corrido cuando me veo al espejo. La luz del alba, azulada, ha comenzado a teñir las paredes blancas de la casa. Solo necesito recostarme y cerrar los ojos —juro que no vuelvo hacerlo, juro que no vuelvo a comer.

DESADAPTADOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora