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De: Orlando Expósito

Para: niklas.1996

Recibido: 20 de octubre del 2016

Hola, Nik, espero que te alegre recibir noticias mías. Fue una sorpresa para mí enterarme sobre ti, pero quiero que sepas que me alegra que me hayas buscado. De lo poco que he hablado con Carolina, sé que no has tenido una niñez fácil, pero ya me contarás de eso cuando nos veamos. Espero sea pronto. Gaela, mi esposa, y yo ya le hemos hablado a los niños sobre ti. Aún son pequeños, así que para ellos las cosas nuevas no son difíciles de asimilar, más bien son emocionantes. Ojalá todo fuera tan sencillo para nosotros los adultos, ¿no?

Los tres están felices de saber que tienen un hermano grande. Incluso, una de las gemelas te hizo un dibujo y me pidió que te lo mandara (te lo adjunto con el correo). Se mueren por conocerte, al igual que yo. Tal vez puedas enviarme una fotografía tuya para enseñárselas si es que crees que Hazel no acertó con su dibujo, aún no termina de pulir sus dotes de artista. Me gustaría saber más de ti, sé que vives con tu tío. ¿A qué te dedicas? ¿A qué se dedica él? No quiero hostigarte con preguntas, sé que aún debes estar adaptándote a la idea de tener una nueva familia. Ya tendremos tiempo de conversar y conocernos más.

Estaba pensando que quizás te gustaría venir de visita a Canadá, tal vez para las fiestas. Coméntame si te interesa, no te preocupes que los gastos correrían por mi cuenta. En la casa tenemos habitaciones de sobra que esperan recibir algún invitado. Cuando recién nos mudamos Gaela y yo debíamos turnarnos para dormir un día en cada cuarto, no queríamos que se quedaran sin estrenar. Bueno, no te aburro más con mis historias.

Saludos por allá,

Papá

No he dejado de ver el dibujo que aparece sobre mi pantalla los últimos veinte minutos. Dos niñas de pelo lacio y castaño con ojos azules como el cielo, un pequeño con pelo rizado y oscuro, y una cuarta persona mucho más alta que los tres. No era el mejor retrato que me habían hecho, pero aun así no podía dejar de mirarlo. Sobre las cabezas aparecen escritos los nombres de cada uno: «Niklas». «Zackary». «Georgia». «Me». La piel de todo el cuerpo se me eriza cuando leo mi nombre dibujado con aquella tipografía infantil de una niña de seis años a la que ni siquiera conozco.

Entonces mi teléfono vibra. Es Alexis.

—¿Aló?

—Nik —suena agitada—. Se acaban de llevar a Liv en ambulancia, parece que se descompensó durante su ensayo.

Mi corazón amenaza con salirse de mi pecho.

—Voy para allá.

Antes de que haya terminado de hablar, ya estoy afuera encendiendo mi motocicleta para ponerme en marcha hacia el hospital. Los recuerdos me atacan mientras avanzo a toda velocidad y ni las filosas gotas de lluvia o el zumbido de mi moto, ni los carros que voy esquivando en el camino, son capaces de librarme de ellos.

—Mira.

El brazo tan delgado de Liv, que parece que fuera a quebrarse por el esfuerzo, se había extendido para señalar con un dedo la bandera roja que flameaba en la costa, cuarenta metros bajo nuestros pies. El mar estaba agitado y las olas se elevan una tras otra para colisionar estrepitosamente contra las enormes rocas y dispararse en dirección al cielo. El viento sopla tan salvaje que pienso que sería capaz de elevarla a ella también.

—Deben medir unos cuatro o cinco metros —observo.

Franjas amarillas y anaranjadas atraviesan el cielo en el horizonte, y el agua se convierte en un espejo de sus colores. Un colchón de nubes oscuras se acomoda sobre el mar como si intentara contrarrestar los impulsos de su corriente. En menos de quince minutos el cielo ha comenzado a sangrar, haces rojos que asemejan cortes desgarran el cielo y salpican el océano. El sol como un círculo perfectamente definido en el firmamento se tiñe también de un rojo encarnado y, conforme va descendiendo para sumergirse en el agua, la herida se cierra y las nubes amortiguan su caída hasta que ya no queda nada.

—Pedí un deseo —me dice Liv—. Justo antes de que el sol terminara de ocultarse.

Seguimos sentados en la cima de la colina un largo rato observando como el cielo vira de color. Poco a poco las franjas encendidas se debilitan y se tornan violáceas al tiempo que el celeste recupera terreno y se oscurece hasta convertirse en un azul oscuro. El viento corría fuerte, pero no hacía frío. Creo que nunca pasamos tantas horas uno al lado del otro y sin mirarnos, pero con la certeza de que sus ojos apuntaban en la misma dirección que los míos. Esa había sido la última vez que fui con Liv a aquella ínfima fracción del mundo que ahora nos pertenecía.

Por fin, la fachada del hospital se levanta imponente ante mí y noto como el sol ha comenzado a filtrarse entre los edificios. Los árboles dibujan formas abstractas con sus ramas en el cielo a contraluz y pienso que el atardecer debe verse espectacular desde el malecón. Lástima que estemos tan lejos de ahí en este momento.

DESADAPTADOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora