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Estoy de pie, frente a un espejo de cuerpo completo, mientras la vestuarista me toma las medidas para confeccionar el traje que usaré el día del concurso. La pieza que voy a representar es uno de los números con los que Gerda quiere llegar a Argentina, sede del concurso internacional. Luisiana está terminando de vestirse del otro lado de los cambiadores, luego que la vestuarista le tomara también las medidas. La he visto ensayar esta última semana con Gerda mi variación y una punzada de celos que nunca antes había experimentado me sorprendió mientras la veía. Gerda la observaba abarcar grácilmente con sus movimientos todo el espacio al ritmo de la música. De mi música.

Nunca antes me había sentido amenazada, siempre había tenido la atención de Gerda y siempre todas habían sentido envidia de mí por eso. Pero desde que había retomado el ballet este año, después de las vacaciones de verano, las cosas habían cambiado e inevitablemente, yo tampoco era la misma. Cuando le pregunté a Gerda al respecto, me dijo que quería que alguien la tuviera lista en caso yo no pudiera bailar ese día. «Siempre es bueno ser precavidas», pero ¿en serio no pudo pensar en alguien más?

Ya se han ido casi todas las chicas para cuando llega mi turno. La vestuarista termina de hacer anotaciones en su agenda y me indica que ya puedo vestirme. Intento mirar por encima de su hombro la relación de nombres escritos a mano sobre papel, al lado de los cuales van los números que indican cada una de las medidas. Es algo estúpido, soy consciente de ello, e igual no alcanzo a comparar mis resultados con los de nadie. La chica cierra su libreta y se despide de mí con una sonrisa. Cuando levanto mi vista hacia el espejo veo a Luisiana observarme con una sonrisa maliciosa en el rostro, desde el otro lado de la sala, y no puedo evitar sentirme humillada. Me vuelvo a colocar el buzo por encima de la cabeza y entonces la veo aproximarse hacia mí.

—Gerda también te pidió bajar de peso para el concurso, ¿no?

—¿Qué te importa?

—No veo que te esté yendo muy bien con eso —ignoro su comentario y termino de vestirme—. Sabes que también califican estética, ¿no? Gerda te mataría si pierdes puntuación por estar gorda. Imagínate, que vergüenza.

—¿Qué te preocupa? Eso a ti te beneficiaría.

—Solo intento ayudarte, Liv —suena indignada.

—No necesito tu ayuda para bajar de peso.

—No lo dudo, pero tal vez pueda sugerirte algo que te hará perder peso mucho más... rápido.

—Si estás hablando de lo que creo, no estoy tan desesperada. ¿Qué acaso tu papá no es médico? Deberías decirle que te mande a un psicólogo.

—No soy estúpida, Liv —pone los ojos en blanco—. Hablo de otra cosa.

Veo a Luisiana hurgar en el fondo de su maletín y tomar algo antes de sacar de él un frasco repleto de pastillas hasta el tope.

—¿Qué es eso? —pregunto al tiempo que intento descifrar lo que dice la etiqueta

—Anfetaminas —me responde como si fuera obvio. Yo frunzo el ceño y ella suspira ante mi ignorancia—. Yo misma las he tomado, no te preocupes. Con una o dos al día bastará, esto te quitará el hambre y bajarás de peso como por arte de magia.

—Estás loca —niego con la cabeza. Es obvio que se trata de drogas—. ¿Sabes lo que pasaría si alguien te encuentra con eso en la escuela? Si quieres arriesgarte a que te boten y te internen en un centro de rehabilitación, hazlo. Pero a mí no me metas en eso.

—Bueno, si no quieres aceptar mi ayuda es tu problema.

No sé qué pretende, pero viniendo de ella no puede tratarse de nada bueno.

DESADAPTADOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora