CAPÍTULO 18

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Vito estacionó la camioneta de Giulio al llegar a las ruinas Casiraghi en punto de las doce del día. Fabio iba en el asiento del copiloto, y Franco y Giulio en la parte de atrás. Los recibieron las extensas hectáreas de área verde y los escombros de lo que alguna vez fue un amoroso hogar.

Indudablemente, Paolo era siniestro. No pudo haber encontrado mejor lugar que ese, en su fascinación por irritar a Franco.

El estéreo de su medio de transporte lucía como nuevo, pero no lo encendieron en todo el trayecto. El ambiente dentro del vehículo era hostil y cualquier nimiedad lo hubiese cortado como a un fino hilo. Por ende, ninguno de los tres hombres de Franco se atrevió a decir ni una palabra durante el camino. Su líder, como siempre, emanaba esa aura de peligro y tempestad que los obligaba a guardar silencio.

Franco estaba a pocos minutos de poder salvar a su hermana, y se cuestionaba qué vendría después. Jamás en la vida estuvo tan inseguro del futuro. Dudas sobre si todavía lo querría, si podría perdonarlo, o con cuantas de sus sombras iban a tener que lidiar, mantenían sus pensamientos dentro de una enredadera sin inicio ni final. La tensión en su cuerpo era el reflejo de lo mucho que estaba conteniéndose para no romper cualquier cosa cerca de él y liberar su angustia.

No consiguió dormir después de que Vittoria se marchó. El tiempo que se mantuvo dentro de ese dormitorio transcurrió tan lento, que le pareció que habían pasado veintiún años más. Únicamente supo que era hora de enfrentarse al destino, cuando Giulio lo interrumpió a las nueve de la mañana, avisándole que estaban listos para ir a la Villa Di Santis. A esa hora, Benedetto ya tenía lista la carta de declinación.

La misma carta que Franco observaba sombríamente con el codo recargado en la orilla de la ventana. Todo el camino tuvo su atención en ese pedazo de papel, aunque no lo leía. Solo le bastó leerlo una vez, firmarlo y nada más. Sabía lo que decía. La epitome de esos tortuosos años en los que glorificó un imperio, sufrió un infierno y buscó a la luna.

No se molestó en darse una ducha. Llevaba el mismo pantalón, la misma camisa del traje de boda y no prescindió de la venda en su mano. Las lesiones fueron un poco más grotescas de lo que se había podido apreciar en la penumbra, y no se dio tiempo de parar un segundo para volver a examinarse. La desesperación logró dominarlo.

Cuando llegaron a la Villa, Franco había abordado a Benedetto en su oficina y tuvo que escuchar la serie de sermones y preguntas que este le dio. Un interrogatorio que no se respondió. No le interesaba nada, el tiempo ya no le pareció que marchaba lento. Los segundos pasaban tan deprisa, que temió llegar tarde al encuentro.

Un par de minutos después de estacionarse, una Cadillac Escalade roja llegó a aquel sitio pasando por un costado de ellos. Franco irguió en seguida la espalda, junto con sus tres hombres.

La camioneta que arribó llevaba los vidrios polarizados, y eso impedía poder ver en el interior. Demonios. Franco, por un segundo, dudó de que Isis estuviera dentro.

Los cuatro pares de ojos dentro de la BMW de Giulio siguieron el trayecto de la Cadillac, hasta que aparcó de frente a ellos.

Jean tragó saliva y le entregó la hoja a Giulio.

Giulio no aceptó la carta, se le quedó mirando como si fuese a explotar en cualquier momento si llegaba a siquiera rozarla. El pobre hombre estaba ojeroso y tampoco se había bañado. Su amigo no le había dado oportunidad. Conservaba el pantalón del smoking, pero se quitó el saco, el chaleco y la camisa, dejando cubierto su torso exclusivamente con la camiseta de algodón sin mangas que usó para que no le irritara la fina tela del traje.

—¿Qué? No, yo no pienso dársela —aseguró Giulio.

—Vas a entregársela cuando yo tenga a Isis. ¿Quieres que te diga que es una orden? —aseveró Franco, mirándolo por el rabillo del ojo.

EL DEMONIO DE FLORENCIA "ℰ𝓁 𝒽ℴ𝓂𝒷𝓇ℯ 𝒹ℯ𝓉𝓇𝒶́𝓈 𝒹ℯ 𝓁𝒶 𝓂𝒶𝒻𝒾𝒶"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora