CAPÍTULO 23

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TERCERA VISITA DENTRO DE LAS PRÓXIMAS VEINTICUATRO HORAS

Existe una leyenda griega que habla sobre la luna y el sol. En ella, se cuenta que el sol y la luna fueron dos enamorados que compartían un amor sin límites, puro en esencia y absolutamente maravilloso. Un sentimiento que provocó los celos de la Diosa Afrodita, ya que jamás tuvo la oportunidad de sentir un amor así de grande.

Esta Diosa, que nació de la espuma del mar, y representante del amor y la belleza, se mostró frente al sol e intentó cautivarlo, haciendo gala de su máximo poder de seducción.

Para el asombro de Afrodita, el sol le dijo que, sin duda, debía ser la mujer más hermosa que existía y su dulzura mayor a la de cualquier ser mundano, pero que su corazón le pertenecía a la luna: su amada esposa. Y que para él era la más deseable, más que el oro puro.

La Diosa del amor, indignada por no haber podido tentar al sol y darse cuenta que ese amor superaba incluso a los dioses, exigió separarlos para siempre. Así mandó al sol a salir de día y a la luna de noche. De esa manera jamás se encontrarían y su amor se agotaría.

Espléndidamente, dicho amor nunca terminó. Y un buen día Zeus llegó con una bendición, apiadándose de ellos. Aunque no pudo deshacer el mandato de Afrodita, les dio una posibilidad. Le dijo al sol que, cuando tuviera deseos de ver a su amada, debía esforzarse al máximo y solo así podría distinguir el borde del rostro de la luna.

Desde entonces, en los días cuando la temperatura es más elevada, es que el sol brilla con toda su intensidad, y es así como puede ver la silueta de la luna. Solo de esa forma, desde la distancia, siguió amándola.

Franco e Isis, en su versión philial, sufrieron el mismo destino. No obstante, Zeus parecía ser un poco más benevolente con ellos porque les permitía dejar de amarse a lo lejos y poder volver a tocarse.

Por esa razón, cuando Isis entró a ver a su hermano, se apresuró a llegar hasta él sin perder ni un segundo.

Fue muy cuidadosa al sentarse en el reducido espacio que Jean dejaba en la camilla. Remojó una pequeña toalla en un poco de agua y se dedicó, por largos minutos, a limpiarle el rostro empapado en sudor. Lo hizo en silencio, con delicadeza y absoluta ternura. Por Dios. Como lo había echado de menos. Y lo amaba tanto. Su corazón, después de tanto tiempo, volvía a sentirse calientito y rebosante.

Seguramente, Isis provocó de nuevo la envida de Afrodita al albergar sentimientos tan extraordinarios y nobles por Jean Franco. Esa odiosa Diosa nunca tendría un hermano como su sol.

Tras un buen lapso de tiempo, Isis quedó satisfecha con la apariencia de su hermano, y abandonó la toalla sobre la superficie de un mueble de aluminio. Fue así que comenzó a pasarle los dedos entre el cabello humedecido, peinándolo hacia atrás y luego de lado. Cualquiera de las dos maneras lo hacía lucir muy guapo.

Sin esforzarse demasiado, conseguía encontrar rastros del niño que una vez le construyó un castillo de arena y que la envolvió bajo la protección de sus brazos para poder dormir. Eran los únicos recuerdos que conservaba de él.

De un momento a otro, se aburrió de escuchar la máquina de signos vitales. Por más que quiso ignorar el escalofriante sonido de la respiración forzada de su hermano, no lo logró. Se había esforzado en no prestarle atención, ya que le recordaba el motivo por el que estaba en ese lugar y quería disfrutar de él tanto como le fuese posible y de la mejor manera, pero fue inútil.

Asimismo, era una situación que no se podía hacer a un lado. Él estaba muriendo. La fiebre no cesaba y regresaba el sudor rápidamente a su rostro. A cada segundo sus inhalaciones se volvían más prolongadas y obligadas.

EL DEMONIO DE FLORENCIA "ℰ𝓁 𝒽ℴ𝓂𝒷𝓇ℯ 𝒹ℯ𝓉𝓇𝒶́𝓈 𝒹ℯ 𝓁𝒶 𝓂𝒶𝒻𝒾𝒶"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora