CAPÍTULO 12

167 10 7
                                    

23 de septiembre del 2003

Florencia, La Toscana, Italia.

«¡FELIZ CUMPLEAÑOS, JEAN!»

«¡FELIZ CUMPLEAÑOS, CARIÑO!»

«FELIZ CUMPLEAÑOS, FRANCO»

«PIDE UN DESEO»

«¡VAMOS A ABRIR LOS REGALOS»

«¡TE AMAMOS!»

«¡ERES EL MEJOR!»

Todas esas frases y más, llenas de amor, alegría y esperanza, que alguna vez la perfecta familia de Franco le dedicó, lo persiguieron cruelmente mientras conducía a toda velocidad su bicicleta bajo el cielo nocturno y estrellado de Florencia. Manejaba con la intención de huir de sus recuerdos y, de ser posible, de su propia piel.

No deseaba escuchar las voces de sus padres deseándole un feliz cumpleaños y gritándole que abriera los regalos. Quería olvidar como se sentían los brazos de su madre abrazándolo mientras lo llenaba de besos y a su pequeña hermana jugando con todos los juguetes que, en su día especial, le habían regalado. También se empecinaba en borrar la imagen de su padre obsequiándole una navaja al tiempo que le decía, muy solemnemente, que estaba orgulloso de él por el buen hijo que era y que sería el perfecto heredero para suceder el apellido con honor y grandeza.

Tenía deseos de llorar, atormentado por todas esas remembranzas. Podía percibir las gotas saladas que escocían detrás de sus ojos y un nudo en la garganta que le cortaba la respiración.

El esfuerzo que tenía que desempeñar para no lloriquear como un niño cobarde le cobraba grandes facturas. Su vista se había nublado, le dolía la cabeza y su frente se humedecía gradualmente con pequeñas gotas de sudor. El viento que chocaba contra su rostro, entumeciéndolo, era lo único que agradecía en cuestión de dolor. Vivir no debería lastimar tanto a un niño de diez años, y menos en su cumpleaños.

Morir no tendría que haber sido un deseo al apagar las velas del pastel. Diez velas, para ser exacto. Una decena de oportunidades para que, quien fuese que escuchara las plegarias de esa tradición, le cumpliera sus anhelos. Era su primer cumpleaños sin su familia. Ya habían transcurrido más de once meses desde que destruyeron su vida.

No existía propósito para intentar ser fuerte y seguir viviendo. Ya nada lo retenía en la tierra. Estaba sólo. No le interesaba lo mucho que Benedetto, Susanna y Vittoria se esforzaran por hacerlo sentir en casa. Él no pertenecía ahí. Ellos no eran su familia. Ellos no debieron ser los que le cantaron feliz cumpleaños esa tarde, ni los que lo animaron para apagar las velas. Ni siquiera conocían su sabor favorito de pastel. Y Carlo no estuvo ahí para hacerle su malteada de nuez y vainilla.

La pequeña celebración que organizaron los Di Santis para Franco, únicamente ocasionó que dejara de verle sentido a la vida. Y aumentó su sufrimiento en el momento que Liandro y su pequeño primogénito de seis años esperaron a que estuviera a solas para burlarse de él y recordarle que era un sucio huérfano que debió haber muerto junto con todo su linaje. En ese momento había cogido su nueva bicicleta y escapó.

Finalizó su descenso por la colina, lejos de la Villa Di Santis, sin dejar de advertir el modo en que el objeto angular y pesado que llevaba dentro de la cinturilla del pantalón se le encajaba en un costado del abdomen, recordándole qué lugar había elegido como destino.

Entonces, le dio la bienvenida el ruido de la ciudad. Autos pitando y acelerando, murmullos de gente, canciones lejanas de algún club nocturno, ladridos y un sin fin de sonidos fáciles de reconocer, le dejaron sentir algo de paz. Siempre le encantaría esa región.

EL DEMONIO DE FLORENCIA "ℰ𝓁 𝒽ℴ𝓂𝒷𝓇ℯ 𝒹ℯ𝓉𝓇𝒶́𝓈 𝒹ℯ 𝓁𝒶 𝓂𝒶𝒻𝒾𝒶"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora