CAPÍTULO 7

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El chalé de la Villa de los Di Santis fue presuntuosamente construido casi veinte años atrás, y remodelado constantemente con la finalidad de estar a la altura de las necesidades ostentosas de sus propietarios. Un lugar digno de admirar y frecuentar, fundado a base de arquitectura renacentista. El exterior se veía espectacular, pero no era lo que más hipnotizaba. Su interior daba la impresión de estar visitando la Capilla Sixtina si se miraba el techo y se descubría una extraordinaria réplica de los frescos que se pintaron en la edificación original por dos artistas florentinos sublimes: Miguel Ángel y Leonardo Da Vinci.

Para ese gran evento, no se escatimó en gastos. Las mesas redondas, cubiertas del satín parisino más fino, combinaban a la perfección con las sillas vestidas en una excelente mezcla de telas doradas y blancas. El servicio sobre las mesas presumía vajillas finas de porcelana procedentes de Alemania, y una cubertería completa de plata. Las copas del más selecto cristal, el mejor de los vinos y champagne, la mejor elección de música y el hermoso piso de mármol, eran la evidencia de como la estirpe italiana gozaba del hedonismo.

Vito y Fabio se quedaron a las afueras de ese recinto, acompañando a dos hombres de la escolta del anfitrión. Uno de ellos era Lorenzo, y el otro el suplente del que cayó en el anterior enfrentamiento con los insurgentes.

Franco y Giulio entraron al chalé, siendo bien recibidos por un cover de la famosa canción Del Fantasma de la Ópera, interpretado por la talentosa Lindsey Stirling en compañía de su violín. En ocasiones, Benedetto era extravagantemente internacional. Mas, ¿a quién no podría erizarle la piel esa melodía en cualquier versión?

Casiraghi y Marchetti se presentaron a la celebración creando un peculiar concepto de ambivalencia. La soberbia y la rudeza disfrazadas de smoking y elegancia.

Giulio inmediatamente fue a por la comida, murmurando un par de palabras locuaces sobre la fuente de chocolate blanco que lideraba la mesa de bocadillos y postres. Mientras que, Jean Franco, se quedó de pie a unos metros del umbral, estudiando la mueblería y a los invitados de ese especial cumpleaños del jefe de Gobierno.

Decenas de hombres vestidos de smoking o trajes frac, se hallaban sentados en sus respectivos sitios, charlando, fingiendo una sonrisa, riendo abiertamente o simplemente escuchando. Algunos otros se encontraban de pie rodeados de esposas, amantes, la dama en turno, una hija o una madre. Todas ellas, ataviadas en elegantes vestidos y adornando sus cuellos, muñecas y orejas con la pedrería más fina, eran ajenas a que podrían estar siendo engañadas por sus maridos, intercambiadas por sus padres o deseadas para que al terminar la celebración mantuvieran relaciones sexuales clandestinamente.

A veces, Franco sentía que vivía en una época antigua. Y como no, si la humanidad no había evolucionado del todo en algunos aspectos.

No deseaba estar ahí, honestamente. El suceso de un par de horas atrás con el hombre de Paolo, le había arrebatado la capacidad de fingir interés en cualquier conversación y la habilidad de simular una sonrisa ante un chiste sin gracia. La sangre en sus venas seguía en punto de ebullición. Sus extremidades vibraban de impotencia y rabia. Los ojos azules de su hermana lo perseguían. Y casi parecía que el fuego que incineró su cabaña estaba quemando su cabeza.

Sin razón aparente, comenzó a buscar una sedosa melena del rojo más intenso entre toda la multitud. Adivinaba en silencio el color del vestido que llevaría puesto y qué corté destacaría su cintura y su escote. No entendía por qué hacía aquello, pero sabía que necesitaba verla. O al menos eso le impuso una parte de su mente para encontrar un enfoque entre el rompecabezas que en ese momento invadía sus pensamientos. Su imagen nunca le regalaría tranquilidad, pero sí un poco de distracción gracias a esa riña que existía entre ambos.

EL DEMONIO DE FLORENCIA "ℰ𝓁 𝒽ℴ𝓂𝒷𝓇ℯ 𝒹ℯ𝓉𝓇𝒶́𝓈 𝒹ℯ 𝓁𝒶 𝓂𝒶𝒻𝒾𝒶"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora