CAPÍTULO 9

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Franco y Giulio se marcharon de la Villa Di Santis cuando los primeros rayos del sol anunciaron el amanecer. Llevaban cinco minutos dentro de la BMW, con Giulio al volante, escuchando una maldita banda de rock inglesa que le provocaba dolor de cabeza y estrés a Jean Franco.

Con destreza, Franco robó la pistola que llevaba Giulio escondida en la cinturilla del pantalón y atinó dos disparos en el estéreo, por fin silenciando ese estúpido ruido. Giulio derrapó y volanteó con brusquedad, sorprendido por la inmadurez de Franco, y frenó abruptamente.

—¡Eres un hijo de puta demente! ¡Psicópata! —bramó Giulio, pegándose en las sienes con los dedos; después, pulsó los botones de su bonito estéreo. Desafortunadamente para él, y afortunadamente para Franco, estaba inservible.

Franco le regresó la pistola con una maldita sonrisa complacida. Sacó el móvil y eligió su lista de reproducción de Mozart que, aunque no sonaba demasiado alto como la horrible música de antes, lo regresó a su estado de ánimo lúgubre. Asomando la mano por la ventanilla les hizo una seña a Vito y Fabio para que avanzaran, confirmando que todo estaba en orden. Se habían detenido detrás de ellos cuando Giulio paró la camioneta inesperadamente.

—Un día voy a renunciar y me vas a extrañar —lo amenazó Giulio, volviendo a conducir.

Franco lo ignoró. Cerró los ojos, recargando la cabeza en el respaldo del asiento, y tamborileó los dedos en el borde de la ventana abierta al ritmo cadencioso de la melodía instrumental. Sin esperarlo, imaginó que su marcha nupcial podría ser "Lacrimosa" del Réquiem de Mozart. Justo la canción que sonaba en ese momento.

Veinte minutos después llegaron al edificio en Via Maggio sin haber mencionada palabra alguna en todo el trayecto.

Giulio estacionó la camioneta, pegándose un poquito más a su costado izquierdo y, "sin querer", rayó la carrocería del Ferrari rojo con la defensa de la BMW. Ni siquiera se esperó a darle las buenas noches a su infantil jefe, se bajó del vehículo y se metió directamente en su piso, usando la puerta de acceso del estacionamiento.

Franco se bajó, entrecerrando los ojos, y lentamente rodeó la camioneta, pensando en un buen castigo para Giulio por su divergencia. No solo le había botado la pintura. ¡Le había hundido la parte trasera! Bien. Era demasiado tarde, o temprano dependiendo del ángulo en que se mirara, y no tenía tiempo para entretenerse en ese detalle. Por la tarde enviaría a Giulio a reparar su infantil venganza, y le retendría su pago hasta que le pidiera disculpas.

De pronto, advirtió esa extraña sensación de estar siendo observado. Se giró hacia la entrada del estacionamiento, esperando encontrar a alguien cerca de ahí, pero no había nadie, ni siquiera una sombra anunciando que alguien había pasado por algún sitio cerca. Con la frente ligeramente arrugada retomó en estado de alerta su camino hacía al ascensor.

Por alguna razón, su piel se erizó como una advertencia de peligro. Disminuyó la velocidad de sus pasos y agudizó el oído. Metió la mano dentro del sacó y se maldijo, recordando que ese día no había querido llevar su pistola. Una mala decisión en tiempos de guerra. Las acusaciones con buenos fundamentos de Benedetto regresaron a su mente. Estaba distraído.

Se detuvo frente al ascensor y dejó de percibir esa sensación. Miró por encima del hombro, analizó el perímetro rápidamente, y cuando se sintió satisfecho, regresó la vista al frente.

Por estar atento a lo que sucedía a su alrededor, no se percató antes de la foto que estaba pegada en una de las puertas del elevador. La despegó, y el rostro que descubrió en ella le robó un jadeo y le debilitó las rodillas.

Una chica de ojos azules y mirada triste veía hacia la cámara. Estaba sentada en una silla de madera frente a una mesa vieja del mismo material. A sus costados había dos hombres con la cara difuminada, lográndose apreciar la forma en que uno la sujetaba de la barbilla y el otro parecía a punto de besarla en la boca a la fuerza. Detrás solo se distinguía una pared de ladrillo gris con una ventanilla. Vestía ropas mugrientas y desgastadas. Los orbes azules y asustados mostraban signos de humedad, y en sus mejillas había marcas de suciedad que las lágrimas habían removido. A juzgar por su apariencia, no tenía más de veinte años.

El rostro que le regresaba la mirada a través de la fotografía tenía algo extremadamente familiar... tan peculiar que se le heló la sangre.

Por puro impulso volteó la foto. No entendió para qué, pero prefirió no haberlo hecho nunca. Con indeleble rojo estaba escrita una minúscula leyenda que decía: Te odio, sol.

EL DEMONIO DE FLORENCIA "ℰ𝓁 𝒽ℴ𝓂𝒷𝓇ℯ 𝒹ℯ𝓉𝓇𝒶́𝓈 𝒹ℯ 𝓁𝒶 𝓂𝒶𝒻𝒾𝒶"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora