EPÍLOGO

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12 de agosto del 2033.

Colinas Bellosguardo, Florencia, Italia.

Las historias jamás se repetirán de la misma manera ni una sola vez. Por otro lado, el destino, tan ambiguo como exacto, está fuera de nuestras manos. No importa si es una teoría sobrenatural o la evasión de un error por nuestro libre albedrió, en ocasiones va a elegirte y no existe modo para huir de él.

Por qué le interesaría el destino a un niño de nueve años, si unos minutos atrás mataron a su padre y a su tía a sangre fría frente él, interrumpiendo su agradable desayuno familiar. Y, unos instantes más tarde, perdió de vista a su compañero de travesuras.

El pequeño asustado se hallaba escondido bajo la cama, mientras temblaba y lloraba de miedo, mojando sus pantalones de color negro. Rezaba fervientemente que, por algún extraño milagro, su padre le tendiera la mano para ayudarlo a salir de ahí.

Su aterrada mirada estaba siendo testigo, entre la neblina de las lágrimas y el humo, de cómo el pasillo se teñía de naranja debido al fuego que consumía el interior de so ostentosa residencia. Sus pulmones poco a poco se llenaban de tizne, y las llamas seguían creciendo hacia su habitación. ¿Morir de asfixia o ser consumido por el fuego? Cualquier opción era demasiado perversa para que un niño pereciera.

Franco se sentía demasiado débil y cobarde, puesto que no podía parar de llorar. Su mente inocente le gritaba que él debía morir también. Necesitaba alcanzar a su padre y a su tía a donde fuese que sus almas hubieran viajado, porque no sabía cómo sería su vida sin ellos.

No obstante, un insistente pensamiento lo obligaba a mantenerse con vida: su hermano. Lo había perdido en el trayecto que corrieron del comedor a las escaleras y, aunque creyó que no tardaría en encontrarse con él, nunca lo alcanzó en el dormitorio.

El pequeño Casiraghi se arrastró hasta salir de su escondite, pese a que sus pulmones estaban por colapsar.

Obligándose a dejar de llorar, de la cama tomó su morral de cuero negro y se lo colgó a través del pecho. En él siempre guardaba la navaja que le regaló su padre y la foto de su asombrosamente hermosa y cruel madre, quien lo había abandonado cuando nació.

Decidido, rompió el cristal del alfeizar usando la silla frente a su escritorio, y con destreza salió por la ventana de aquella habitación que en cuestión de minutos quedaría calcinada. El calor era cada vez más sofocante, logrando que la respiración del niño ojiazul fuese en ascenso errática. Gracias a Dios, Franco era un gran trepador de árboles. Esa habilidad adquirida en su casi década lo ayudó a descender desde el segundo piso, aferrándose a la enredadera de la fachada hasta que de un salto tocó suelo firme.

Una de las ventanas de la planta baja explotó en ese instante, ocasionando que miles de esquirlas de cristal salieran disparadas por todos lados. Se agachó y se cubrió con los brazos, pero un pequeño trozo de vidrio alcanzó a abrirle con profundidad la piel del pómulo izquierdo, y un hilo de sangre comenzó a brotar.

La adrenalina en su sistema le ayudó a levantarse y tomar camino lejos del fuego incandescente. Corrió a la parte frontal de la villa en llamas y allí descubrió a todos los hombres que la custodiaban caídos y sin vida. Algunos tenían el cuello roto y otros tenían cuchillos enterrados en la garganta. Se tragó el vómito que amenazó con salir y que revolvió su estómago, y siguió avanzando.

Más adelante, la Cadillac Escalade negra en la que siempre viajaban él y su familia apareció en su campo de visión. Entonces pensó que ahí encontraría algo de utilidad.

Al llegar a la camioneta vio a Lorenzo tirado fuera del vehículo. Lo encontró sentado con la cabeza caída hacia adelante a un costado de la puerta del conductor abierta. En consecuencia, más vómito amenazó su garganta, obligándolo en arcadas a doblarse por el abdomen.

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EL DEMONIO DE FLORENCIA "ℰ𝓁 𝒽ℴ𝓂𝒷𝓇ℯ 𝒹ℯ𝓉𝓇𝒶́𝓈 𝒹ℯ 𝓁𝒶 𝓂𝒶𝒻𝒾𝒶"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora