CAPÍTULO 22

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SEGUNDA VISITA DENTRO DE LAS PRÓXIMAS VEINTICUATRO HORAS

Qué miserable luna de miel le tocó vivir a Vittoria Di Santis.

Su esposo no yacía desnudo, durmiendo plácidamente en la cama de un lujoso hotel con vista espectacular a alguna exótica playa. Ni ella tomaba una taza de café, sentada en la terraza de la habitación, cubierta con una bata, recordando la extraordinaria forma en que consumaron su matrimonio.

No es que hubiese esperado que trascendiera de ese modo, sinceramente. Pero, al menos, creyó que ambos dormirían tranquilamente en dormitorios separados sin que su recién marido estuviese debatiéndose entre la vida y la muerte, y sin que ella estuviera esperando a que mejorara su estado de salud para huir de él y llevarse a su hijo con ella.

Necesitaba asegurarse de que Franco sobreviviría. Lo amaba y su corazón no le permitía abandonarlo en esas circunstancias. Sin embargo, en cuestión de minutos, pudo amar a otro ser por el que sacrificaría cualquier cosa, incluso su propia vida y alma. Por ello, se iría tan lejos en cuanto el padre de su hijo quedara fuera de peligro, y no miraría hacía atrás.

Con reserva entró a la habitación de terapia intensiva y de inmediato se cubrió la boca, ahogando un jadeo lastimero, al descubrir el verdadero aspecto de Franco.

En su mente, antes de tomar valor para verlo, imaginó que Franco luciría como si estuviese dormido y con una sola sonda intravenosa. Había esperado encontrarlo tan apuesto como siempre, en la paz de un sueño profundo. Jamás imaginó que realmente lo encontraría al borde de la muerte. No pudo evitar echarse a llorar.

Con su recién adquirido instinto materno, se cubrió el vientre empleando un brazo como si con ello protegiera a su hijo de la atroz imagen de su padre muriendo, y avanzó lentamente hasta la camilla.

Ya no llevaba puesto el vestido de novia, aunque le hubiera encantado estar allí todavía luciendo esas hermosas telas egipcias. No podía ni quería olvidar las palabras que Franco le recitó sobre lo preciosa que se veía en la boda. Quitarse el vestido supuso un gran dolor para ella, porque lo percibió como si estuviese ignorando esas bellas palabras, pero, por su propio bien, era preciso que aprendiera a soltar, y empezó a hacerlo con su hermoso vestido.

Ahora solo iba cubierta con un pantalón de mezclilla ajustado y una sudadera gris con capucha. Un estilo totalmente alejado de la verdadera personalidad de la hija del jefe de Gobierno. Sin duda, existían acontecimientos que revelaban esa parte de nuestro ser que procuramos mantener oculto, porque nos muestra menos impetuosos y más susceptibles.

—¿Qué hiciste, mi amor? —sollozó Vittoria, quedando inmóvil a un costado de la cama. Le supo tan bonito decirle así, que su llanto se agravó un poquito más—. Qué se supone que debo decirte, si nunca me escuchaste y preferiste pelear conmigo. Y yo también —lloró, apartándole un mechón húmedo de cabello pegado a la sien.

A Franco le hubiese molestado verse tan descompuesto. Muy pocas veces se le conoció así de desalineado. Desde niño tuvo esa tendencia a cuidar su apariencia y mostrarse tan estirado como lo hizo toda la vida. En contadas ocasiones se le llegó a ver sin sus eternos trajes de marca, sin sus corbatas y sin sus zapatos impecables.

Vittoria buscó algo que le ayudara a mejorar ese aspecto. Encontró una toalla de mano sobre la superficie de una mesa de aluminio, cerca de la camilla, y la cogió. En seguida la presionó suavemente sobre la frente de Franco, secándole las gotas de sudor que humedecían su frente.

Ojalá hubiera encontrado algo con que cubrirse los oídos. La inestable respiración de su esposo la aterraba en cada inhalación. Le figuraba que en cualquier momento dejaría de respirar.

—Vine porque el doctor me dijo que me despidiera de ti, pero no quiero, no así —se lamentó, apreciando el sabor salado de las lágrimas colarse dentro de su boca—. En realidad, no pretendo despedirme. Vas a ser papá, Jean —confesó, secándole el sudor de las mejillas en delicados toques—. Y tienes que despertar para que pueda irme y darle la vida que merece. Sí lo entiendes, ¿cierto? Haré de este bebé un hombre o una mujer del que podrías sentirte orgulloso, pero lejos de esta vida. Por eso necesito que estés bien. Te amo tanto. No puedo dejarte ahora. Dios...

Tomó una de las frías manos de Jean Franco y la colocó sobre su vientre. Con eso, imaginó una realidad alterna en la que eran dos personas normales, buscando un lindo nombre para su bebé o discutiendo por la decoración del cuarto. Una decisión cualquiera de dos personas enamoradas y nerviosas por tener que responsabilizarse de una pequeña vida que dependería de ellos, quizá para siempre.

Entonces, se preguntó si de haber sido Jean un hombre totalmente opuesto, se hubiera enamorado de él. Tal vez...

Inesperadamente, Franco movió ligeramente los dedos, como si intentara acariciar el estómago de su esposa o llegar a su hijo. Fue un movimiento apenas perceptible, pero Vittoria logró advertirlo.

¿Qué demonios? ¿La habría escuchado? ¿En serio? Toda su jodida vida jamás le prestó atención y se le ocurría hacerlo en el momento menos adecuado. Pero claro. Siendo el idiota arrogante que era, decidía que en ese momento sí quería escucharla.

—¿Jean...? —lo llamó Vittoria cautelosamente. Sin ser consciente, presionó con más ímpetu la mano de Franco contra su vientre—. ¿Puedes oírme? —inquirió. La cautela fue suplantada por ilusión.

La respuesta inmediata de Jean fue volver a menear los dedos en un movimiento tan frágil como imperioso, que llevó a Vittoria a un sitio desconocido dentro de su mente. Un lugar en el que la esperanza y el amor se expandieron con engrandecida vehemencia. Una ilusión que la dirigió a titubear de su decisión.

¿Cómo sería ver a Jean Franco cargando a su hijo? ¿Ablandaría su corazón? ¿Podría permitirse dejar ese terrible mundo para darle seguridad a su primogénito? Sin duda, pondría a un ejército de hombres vestidos de negro para custodiarlo día y noche. Pero, ¿él se atrevería a desvelar para cambar pañales, dar biberones y olvidar una cita de negocios y así quedarse con un bebé enfermo o llorando por su atención?

Vittoria retornó al camino de su decisión.

Sí, probablemente Franco haría todo eso por un hijo; sin embargo, nacería bajo el apellido Casiraghi. Un nombre maldecido por la brujería del crimen organizado.

Quizá, sería el mejor padre del mundo, pero nada cambiaría para él gracias a su pasado.

Y ella jamás tendría la valentía de pedirle que abandonara esa vida para que formaran una hermosa familia. Franco luchó por mucho tiempo con gran tenacidad para lograr cada uno de sus objetivos y llegar hasta donde consiguió hacerlo, que no podía ser tan egoísta y pedirle que se retirara. Además, no se podía escapar de la mafia.

Con esa nueva forma de amor que se había arraigado en su pecho, retomar la dirección que eligió para ella y para su hijo le dolió aún más. Sobre todo, porque comprendió que Franco, sin lugar a dudas, sí se hubiera esforzado para llegar a ser un gran padre. No obstante, no podía averiguarlo. Un error y todo se derrumbaría. El amor que sentía por él se convertiría en odio y no deseaba perder ese sentimiento. Una emoción que ocultó detrás de aberración para protegerla y que nadie la tocara porque era solo suya. Igual que ese bebé.

Vittoria soltó la mano de Franco, como si esta le hubiese quemado, y le dio un beso en la frente. Fue un beso prolongado que le permitió saborear el gusto salado del sudor de Jean, mezclado con el de sus propias lágrimas.

A lo mejor, sino estuviera embarazada, se hubiera quedado sin importar si funcionaba o no su matrimonio. Después de todo, siempre sería él.

—Lo siento, Jean —farfulló, conteniendo las contracciones de su pecho al esforzarse en detener un llanto desmedido—. Vas a vivir, tienes que hacerlo. Pero nuestro hijo no puede crecer contigo. Perdóname. —Volvió a darle un beso, esa vez en la mejilla, y escapó de ahí, dejando que el sufrimiento y el llanto por su decisión la arrastraran, temporalmente, a un lugar oscuro y frío.

EL DEMONIO DE FLORENCIA "ℰ𝓁 𝒽ℴ𝓂𝒷𝓇ℯ 𝒹ℯ𝓉𝓇𝒶́𝓈 𝒹ℯ 𝓁𝒶 𝓂𝒶𝒻𝒾𝒶"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora