Capítulo 4: El abismo de la soledad

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Lexa estaba de pie al borde del campo de batalla, una imagen viviente de desolación en medio de las ruinas humeantes y los restos de una ciudad que alguna vez había estado viva. Su mirada recorría el paisaje devastado, con el corazón oprimido por un dolor que parecía desgarrarle el alma. La guerra había dejado cicatrices profundas, no solo en el terreno, sino también dentro de ella.

El peso del mundo parecía abrumarla, la responsabilidad de proteger a su pueblo se volvía cada vez más opresiva, y la presión de ser un líder en un momento tan oscuro era casi insoportable. Pero había otra llama que ardía dentro de ella, un deseo que no podía ignorar ni suprimir. El nombre de Clarke era como una letanía que resonaba en su mente, un llamado constante que la atormentaba incluso en los momentos más oscuros de la guerra.

"Clarke", susurró Lexa, con la voz ahogada por el ruido de la destrucción circundante. Su corazón se encogió mientras pronunciaba ese nombre, un nombre que traía consigo un torbellino de emociones contradictorias. Sentía la necesidad de Clarke como el aire que respiraba, como la única constante en un mundo que parecía derrumbarse a su alrededor. No podía seguir negando ese deseo, esa necesidad irrefrenable de tener a Clarke a su lado.

Pero la guerra continuaba cobrando víctimas, dejando solo dolor y destrucción a su paso. Y Lexa se preguntaba, con una esperanza frágil pero persistente, si Clarke todavía estaría viva en algún lugar. La esperanza era un arma de doble filo, lo sabía bien, pero no podía evitar alimentar ese fuego dentro de ella. No cuando se trataba de Clarke, su ancla en la tormenta más violenta, la luz que la guiaba a través de la oscuridad.

"Dondequiera que estés, Clarke", murmuró Lexa, con las palabras arrastradas por el viento cargado de cenizas, "Espero que estés a salvo." Era una oración silenciosa, un deseo que surgía desde lo más profundo de su corazón roto. Y con esa esperanza frágil, Lexa volvió a su soledad, una sombra de lo que alguna vez fue.

La soledad la envolvía como un manto oscuro, rodeando su espíritu y consumiéndola desde adentro. Estaba cansada, cansada de luchar en una guerra que parecía no tener fin, cansada de llevar sobre sus hombros el peso del mundo entero. Sin Clarke a su lado, su compañera de batalla, su compañera de vida, sentía que todo por lo que luchaba había perdido sentido.

Lexa se encontraba al borde del campo de batalla, inmóvil como una estatua de piedra, con la mirada fija en las ruinas humeantes de lo que una vez había sido un lugar vibrante y lleno de vida. Su postura, normalmente orgullosa y erguida, estaba inclinada bajo el peso invisible de su dolor, como una flor marchita que ya no tiene la fuerza para levantarse hacia el sol.

El viento traía consigo el lamento de los moribundos, el fragor de las explosiones, el silbido de las flechas que rasgaban el aire. Pero para Lexa, todo ese ruido se disolvía en un silencio ensordecedor, un silencio que resonaba en el vacío de su alma. Se sentía perdida, abandonada, como si un pedazo de ella hubiera sido arrancado y dejado en el abismo de la guerra.

Y mientras observaba el paisaje desolado de destrucción y muerte, un evento significativo se materializó frente a ella, como una sombra oscura que emerge de la oscuridad de la noche.

Un grupo de niños, sucios y desnutridos, surgía de los escombros circundantes, con los ojos desorbitados por el miedo y la desesperación. Eran los últimos sobrevivientes de lo que alguna vez había sido una comunidad próspera, ahora reducida a escombros por la furia de la guerra. Lexa los observó con una mezcla de dolor y compasión, con el corazón encogiéndose ante su sufrimiento.

Sin vacilar, se acercó a ellos, con las manos extendidas en señal de paz y solidaridad. Los niños la miraron con recelo al principio, pero luego, al ver la bondad en sus ojos y la determinación en su postura, se acercaron lentamente a ella. Lexa se arrodilló frente a ellos, ofreciéndoles consuelo y esperanza en medio del caos que los rodeaba.

En ese momento, Lexa comprendió que su guerra no era solo contra un enemigo externo, sino también contra el desprecio y la deshumanización que habían provocado tanto dolor y destrucción. Debía proteger no solo a su pueblo, sino también su dignidad y su derecho a una vida digna de ser vivida.

Con este nuevo propósito que ardía dentro de ella como una llama renovada, Lexa se levantó de sus rodillas y tomó la mano de los niños, guiándolos fuera de las ruinas hacia un futuro incierto pero lleno de posibilidades. Quizás, pensó, este era el primer paso hacia la paz, un paso hacia el renacimiento de lo que había sido destruido.

Y así, con los niños a su lado, Lexa se alejó del campo de batalla, dejando atrás el peso de la guerra y la soledad. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que aún había esperanza en el mundo, una esperanza que brillaba como una estrella en el cielo nocturno, guiándola a través de las tinieblas hacia un futuro luminoso y lleno de posibilidades.

The Grounders (Versión en Español)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora