La maldición de la amatista de plata

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El mausoleo familiar nunca había sido el sitio preferido de Hyunjin. Sin embargo aquel día el príncipe había sentido la necesidad de bajar hasta las criptas y visitar a sus padres. A los dos.   

Era la primera vez que saldría después de haberse entregado a aquel campesino infeliz. Ni siquiera había permitido que Yoongi lo mirara o le hablara pues sentía que su hermano se daría cuenta de que ya no era puro, que había regalado su virginidad como un prostituto de puerto y que estaba sucio.

Sin embargo, estaba tranquilo, y hasta cierto punto satisfecho. ¿Acaso no era eso lo que tenía que hacer? Por su culpa Jimin había resultado mancillado y lo más justo era que él también entregara su virtud. No había otra forma de reparar aquello.

Suspiró.

Por lo menos Jimin se casaría con el hombre que le había tomado a la fuerza pero él... ¿Él qué iba a hacer? ¿Cuándo su hermano finalmente resolviera casarlo con el hombre que escogiera para él cómo iba a excusar la pérdida de su virtud?

“Pensaré en ello cuando sea el momento. Algo se me ocurrirá” se dijo así mismo mientras atravesaba el puente que conducía hacia las criptas. Dos donceles de compañía le seguían, y cuando los tres llegaron hasta las inmensas bóvedas de piedra donde se encontraba el mausoleo, uno de los sirvientes sacó un grueso manojo de llaves mientras el otro encendía una lámpara de gas.

Bajaron cobijados por la tenue luz de la lámpara, Hyunjin iniciando el cortejo y sus sirvientes detrás sosteniéndole la capa negra. Abajo todo se sentía húmedo y frio, como un glaciar de piedra, vio entre las sombras las grandes estatuas que inauguraban aquella fila de bóvedas.
Eran SiKje y Ditzha de derecha a izquierda respectivamente. Los tres donceles se inclinaron al verlas, encendieron una vela junto a ellas y siguieron su camino.

Casi diez metros adelante estaba la tumba del rey In Guk, abierta aun hasta cumplirse las nueve noches de su muerte, se vislumbraba en todo su esplendor iluminada por las casi mil velas que se habían colocado el día de su sepelio y de las cuales, la mayoría aun se encontraban prendidas.

Hyunjin ordenó entonces que lo dejaran a solas y sus donceles esperaron en el umbral mientras él se adentraba al la bóveda.

El cuerpo de In Guk, cubierto con una gran sabana reposaba sobre un mesón tallado en piedra. Estaba lívido y rígido como era de esperarse sin embargo para él parecía más vivo que nunca.

¿Cuándo había sido la última vez que habían estado así en un mismo lugar en silencio y en calma? Posiblemente nunca, pensó con tristeza, y esa misma tristeza le hizo soltar las primeras lágrimas de aquel día.

—Padre —dijo acercándose al cuerpo. —Padre... Mírame... Tenías razón. Siempre tuviste razón sobre mí. No sirvo para nada salvo para ocasionar problemas.

Guardó silencio, como si esperara una réplica de parte del difunto. Pero tal replica obviamente no llegó como tampoco llegó la tranquilidad a su espíritu.

Ahora era un hecho más que evidente: Su padre se había marchado y sus rencores, sus odios y el inmenso abismo que se había tejido entre ellos nunca había podido sanarse. Hyunjin se sentía más apenado de lo que se hubiese sentido jamás en toda su vida y eso se debía a la certidumbre de la batalla perdida. Su padre le había dejado solo, sin oportunidad de resolver los conflictos entre ambos y eso... eso se lo resentía más que ningún otro golpe que éste le hubiera dado en vida.

Por casi media hora se dedicó a llorar. Era un llanto desgarrador, intenso, real. El lamento de su impotencia rebotaba por las paredes de las criptas y moría allí mismo donde más nadie excepto él y sus dos sirvientes podían escucharlo.

El tesoro de SiKje (Taekook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora