Invitaciones

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Cuando de enemigos se trataba, a Hyo Seop le gustaban aquellos hombres que no temblaban ante el destello de la espada; esos que no huían al verse desarmados y que aún estando de rodillas miraban a su verdugo como si lo hiciesen desde arriba. Por enemigos como esos sí valía la pena ensuciarse las manos, y en aquellos momentos, Jungkook era uno de esos enemigos. 

La oscuridad en las mazmorras del palacio Kaesongino era tan aguda como un grito al oído. Las antorchas que llevaban los soldados resultaban insuficientes para iluminar los rectilíneos y largos túneles, que parecían hacerse más tenebrosos y pestilentes a esas horas de la noche.

La piedra rugosa, sin pulir, con la que estaban construidas las gruesas paredes subterráneas, olía a humedad y desechos humanos. El aire era rancio, como si también llevase muchos años encerrado.

Hyo Seop caminaba tranquilo, escuchando los alaridos de los reos y el chirrido de las ratas apagando el repique de sus botas. Se dirigía a la sala de interrogaciones para encontrarse con el único prisionero capturado vivo durante el asedio a la prisión. Ya tan sólo estaba a escasos metros de su objetivo cuando se encontró con el espectáculo que decoraba el final del último túnel. Una mueca  turbia adornó su bello rostro y luego, sus labios se torcieron en lo que pareció una sonrisa.

Cerca de una docena de guardias yacían muertos en el suelo pedregoso. La sangre se mezclaba con el agua que se filtraba por las fisuras del techo y corría como hilos escarlata por los desniveles.

Observó los cuerpos inertes de los suyos, aglomerados junto a unos pocos hombres del bando enemigo, los cuales, todavía se convulsionaban en espasmos agónicos mientras terminaban de desangrarse.

Con cuidado de no manchar sus ropas, el doncel cruzó entre los caídos y logró llegar en cortos pasos hasta el principal atractivo de esa macabra escena: se trataba de un soldado joven, de bajo rango; tenía el cabello rubio sobre la frente y unas gotas carmesí corrían por su faz hasta chorrear por su mentón, terminando en un espeso charco a sus pies. Estaba desnudo y amarrado de pies y manos a una de las columnas centrales del largo pasaje; le habían sacado los ojos y en la piel de su pecho lucía tallada, con fina daga, una frase en perfecto saguay que decía: "SiKje alpiheg" (La ira de SiKje).

—El toque de misticismo extra —susurró Hyo Seop, alargando su mano para tocar la sangre seca que resaltaba el mensaje escrito sobre la piel del soldado.
—Ya no me queda duda… Esto es obra tuya, "Tesoro de SiKje". Una invitación a la guerra. ¡Que divertido!

Con displicencia giró su cuerpo y se dirigió a la celda. Un soldado se adelantó para abrir el grueso candado mientras su compañero le acercaba una antorcha. Al abrirse la puerta, un chirrido hizo eco, rebotando por las paredes. En ese mismo instante, por todo el recinto se escuchó un grito espantoso y visceral, que venía desde dentro de aquella cámara. Hyo Seop sonrió imperceptiblemente. Adentro estaba el prisionero que iba a ver, y tal parecía que no estaba colaborando mucho.

Un olor a cera y carne podrida lo recibió al pasar. En el interior de la celda, el aire era todavía más espeso que en los pasajes, y se fundía con el olor a sangre, orines y cenizas, formando un aroma agrio y penetrante que resultaba del todo insoportable,  arrugó su nariz, sacando sus sales aromáticas para contrastar el olor, y avanzó unos pasos sabiéndose protegido por el efecto de contraluz que le permitía observar a su “invitado” sin que éste lograse verlo a él.

Frente a él, la larga y macabra mesa de torturas, acogía a un hombre desnudo por completo. El sujeto estaba atado a los barrotes de la mesa por manos y pies; sus piernas estaban en carne viva y su rostro,  cubierto de sombras, era irreconocible a la distancia. Las manos del reo estaban agarrotados como arañas, y los dedos de aquellas manos no tenían uñas. En ese instante, el pecho del hombre estaba siendo despellejado por una lija.

El tesoro de SiKje (Taekook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora