Capítulo 43

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—HASSAN ZACHARY LÍ—


Los barrotes de una cárcel no hubiesen podido detener ni uno solo de mis pensamientos. ¿Qué haría un hombre como yo, físicamente castigado o en un proceso de reforma, si los pensamientos no había quien pueda atajármelos? No es que un pervertido como yo se engrandezca de tener la capacidad física, y meramente física, de privarse de la piel cuyo deseo de explorar lo consume las veinticuatro horas del día. Incluso más, si fuese capaz de añadirle segundos al tiempo, para usarlos todos perdido en los confines de mi mente.

Siento pena por quien cree que el manicomio hubiese podido avivar siquiera un instante la esperanza de una redención. Reacomodar patrones, lo llamarían. Puede que una terapia de choque causase el impacto repentino que la medicina asegura conseguir. Tendría la mente ocupada en temas más relacionados con la supervivencia y las relaciones socialmente aceptables. Pero no puedes ensanchas las planicies para que cubran toda la superficie de la tierra. ¿Serías tú capaz de arrancar los cimientos de altos picos nevados, derribar rocas y echar la tierra restante para homogenizar el horizonte? Hay belleza en la irregularidad, en la imperfección de un camino rocoso, de lomas acolchadas de árboles y flores, en el tamaño de las olas, y hasta en la tragedia de un lahar. Desde luego, el arte y la belleza no tiene más valor que el que le otorga cada ojo, dependiendo de la vibración que le produzca a las neuronas correctas. No subestimes jamás el poder de la dopamina ni de otras sustancias traicioneras que nuestro propio cuerpo libera, como una amarga broma, al tener contacto con una fuente de kriptonita con nombre propio, apellidos conocidos y quizás unos cuantos meses por debajo de lo que la ley estaría dispuesta a ignorar.

Como ya he mencionado, en mi caso, dicho contacto no era estrictamente físico. Me bastaba con un simple aleteo de su cabello para llevar a mi nariz una ráfaga embriagadora que me sumergiría en una ensoñación que bien podía durarme todo el día. Me perdería recreándola, encerrándola en las sombrías cuevas donde no habitaba nada más que mis pensamientos más escandalosos.

Y esa era la única razón por la que había sobrevivido de noviembre a febrero sin un solo roce de su piel. Tenía un arsenal de recuerdos a mi disposición, sin mencionar las pertenencias a las que tenía acceso siempre que mi deliciosa Clair de Lune abandonaba su habitación.

Mis pobres secretarias se habían llenado de trabajo durante las mañanas, batiéndose a duelo con la mitad de mis tareas matutinas, pues era la única manera en que yo pudiese entregarme a mi enfermiza adicción. Cada mañana, cuando escuchaba sus pasos apresurados abandonando el eco de la casa, me volvían a funcionar los pulmones, y mi traidor corazón bombeaba sangre como para poder mantener el flujo necesario en mi cuerpo para poder funcionar. ¡Qué deplorable espectáculo! A pesar de la máscara de madurez y responsabilidad que se me incrustaba en el nacimiento del pelo, mis manos frías no eran más que las de un chiquillo emocionado por encontrar la oportunidad de dar rienda suelta a sus pasiones sin el miedo de ser detectado o, lo que es peor, juzgado. ¿Qué tenía yo? ¿Catorce años? ¿Era acaso esta mi primera vida? ¿No me había pasado algo semejante en el pasado? No hacía falta recordarme que no había aprendido ninguna lección, y definitivamente lo último que me apetecía era aprenderla ahora. Mis prioridades iban más allá de las morales. Mis prioridades trascendían la moral; el hambre voraz que llegaba a mí puntual cada mañana no aceptaba excusas.

Por eso, cuando abría la puerta de mi habitación, fingiéndome ausente, mis manos manchadas de sangre no tan inocente, se enroscaban alrededor del pomo de su puerta, siempre frío... tan frío. Era un signo inconfundible de que sus delicados dedos no habían rozado el metal. Mi Clair de Lune tenía una prisa palpitante por abandonar la posibilidad de encontrarse cara a cara conmigo, y la idea no hacía más que detonar como una bomba en mi ingle. Mi pequeña no tenía la fuerza necesaria para mantener una postura firme si mi aura la alcanzaba. Huía como un ratoncito espantado por la probable presencia de un gato mañoso y obsesionado que tenía todas las intenciones de jugar un rato con ella. Mi juguete, como ella se había llamado. En aquel momento, el mote me había parecido adorable e infantil. Ahora, me parecía un burdo recuerdo de mi ansiedad demasiado juvenil por tenerla entre mis manos, vestirla, desvestirla, alzar sus brazos, separar sus piernas, doblar sus rodillas y muchas otras cosas que no podría expresar de ninguna manera socialmente aceptable hasta que llegase el esperado día de marzo.

3. MALA JANE (Abi Lí) [EDITANDO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora